
La humildad es una virtud elegante. Pero quizás hoy poco valorada: cultivamos un culto al propio ego que nos hace estar queriendo siempre aparecer en todas las redes sociales: si no hablan de mí, perece que no existo. El prestigio personal, el deseo de sobresalir y de presumir, el ansia de notoriedad y de llamar la atención, son comportamientos usuales en los ambientes de nuestra sociedad. A quien es modesto y humilde, se le califica de infeliz o tonto: revelarse contra las mentirosas ostentaciones con una vida de sencillez, es ir a contrapelo.
De esta presunción y vanidad, dimanan tristes consecuencias: la ambición, el loco afán de alcanzar un plano más elevado, a veces haciendo el ridículo de rico nuevo; se prefiere la apariencia y la presunción por encima de la sinceridad y la sencillez.
Sin embargo, a pesar del ambiente, hay personas singulares y grupos que luchan decididamente por desterrar de la sociedad tanta hipocresía, por crear un clima más sincero y más sano, por aceptar a las personas más por lo que son que por los puestos que ocupan, más por sus bondades y virtudes que por sus apariencias o relumbrones.
La salvación de Dios llega a los hombres por caminos imprevisibles para ellos. Ni los cálculos humanos, ni la lógica, ni los análisis científicos, ni lo que aparece como normal a los ojos humanos, son criterios suficientemente aptos para captar la salvación de Dios. Esta escapa siempre a las previsiones humanas. Aceptar la hondura, el espesor de la vida misma en la que se manifiesta el amor de Dios, requiere una virtud especial: la humildad.
De ella nos habla Jesús hoy en el Evangelio. El Maestro ha observado que los hombres buscan siempre sobresalir para ser invitados y tenidos en cuenta. Advierte que no será así en el banquete del reino de los cielos: allí, es posible que los últimos sean los primeros… y que los cojos, los ciegos, los marginados, los expulsados de la sociedad, los que no tienen un currículo vitae notable se sienten en la mesa. Y en ellos, se manifestará la salvación de Dios. En ellos se repetirá una vez más el gesto de Jesús, que siendo Dios se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz, por lo que su Padre le enalteció, dándole un nombre sobre todo nombre.
Esta es la paradoja evangélica, la contradicción cristiana: que en los pobres, en lo humilde, en lo despreciable, en lo que no es tenido en cuenta, se hace presente Dios. Aceptar esta paradoja, requiere una actitud previa de humildad. Así lo aconseja la primera lectura de hoy: hijo, actúa con humildad en tus quehaceres… Dios revela sus secretos a los humildes…
La humildad no consiste en cabezas bajas y cuellos torcidos. Santa Teresa definía la humildad como «caminar en verdad»; actuar como lo que somos: simplemente criaturas humanas, que no podemos ponernos por encima de nadie, sino doblegar nuestro corazón en una actitud de servicio especialmente a los más débiles, a los más pequeños, a los últimos de la tierra.
Alfonso Crespo Hidalgo