
“Sálvanos, que nos hundimos!”Este es el grito desgarrado de los apóstoles en la barca agitada por la tormenta. Los apóstoles, van conociendo poco a poco al Maestro: le conocen como alguien capaz de hacer milagros, de multiplicar los panes y de dominar las fuerzas de la naturaleza. Los discípulos están sobrecogidos ante el poder de su Maestro. Pero la admiración a veces impide la confianza. Los discípulos dudan ante la pasividad del Maestro en aquella barca que va a la deriva, y gritan: ¡sálvanos!
Y el Maestro les recrimina: ¿Aún no tenéis fe? ¿Por qué sois cobardes? Si vamos en la misma barca, por qué dudáis de que cuide de vosotros, parece decir el Maestro en voz baja. A los apóstoles todavía les falta la fe firme de la que nos habla San Pablo: nos apremia el amor de Cristo: el que vive en Cristo es una criatura nueva. Para el auténtico discípulo, sus juicios no son ya como los de este mundo, sino con los criterios de Dios. Y Dios ¿puede querer algo malo para sus hijos? ¿No puede más el Creador que su criatura el mar o la tormenta? Así se lo afirma Dios a Job, aquel hombre de la infinita paciencia ante la adversidad: ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno, cuando le puso nubes por mantillas y niebla por pañales, cuando le impuse un límite con puertas y cerrojos, le dije: Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas?
¿No nos ha dicho Dios que cuida más de nosotros que cualquier madre por sus hijos? ¿De dónde viene pues la duda y el temor? De la falta de amor. En el fondo, seguimos una doctrina que nos agrada pero no a una Persona que nos seduce, nos invita a seguirle y nos promete una vida nueva, una vida que es eterna.
Si cualquier tormenta de la vida debilita nuestra fe, es un síntoma de que aún no somos discípulos convencidos del Maestro, sino seguidores curiosos, que reculan ante cualquier adversidad. No somos aún esa criatura nueva de la que nos habla San Pablo, ese estilo de discípulos que están invitados a confiar plenamente en quien murió y resucito por nosotros.
En las tormentas de la vida, en las dificultades cotidianas, o en los momentos de más crisis, también nosotros nos encerramos en nuestra propia mirada, y aunque sabemos que Dios va con nosotros en la barca de la vida, sin embargo lo vemos dormido. Y gritamos: ¡sálvanos, Señor, que nos hundimos!. Pero también en medio de las dificultades, somos testigos asombrados del poder de Dios, y nos atrevemos a gritar con los discípulos de la barca: ¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!
La calma de la vida, el sentido de vivir, más allá de las dificultades, es siempre el fruto del encuentro con el Señor, que murió para darnos vida eterna.