«Pasemos a la ora orilla», indica Jesús a sus discípulos. Después de momentos de éxito y triunfo, cuando todos le buscan, Jesús propone a sus discípulos pasar a la otra orilla: una región más adversa y refractaria a su mensaje. En la travesía, el Maestro dejará otra enseñanza a sus discípulos. Se levanta una violenta tormenta y la barca está a punto de hundirse; Jesús duerme y los discípulos, angustiados, gritan: Maestro, ¿no te importa que perezcamos?
Los apóstoles, van conociendo poco a poco al Maestro: le reconocen como alguien capaz de hacer milagros, de multiplicar los panes y de dominar las fuerzas de la naturaleza. Los discípulos están sobrecogidos ante el poder de su Maestro. Pero «la admiración a veces impide la confianza». Los discípulos dudan ante la pasividad del Maestro, en aquella barca que va a la deriva, y gritan: ¡Sálvanos! Y Él, calmando la tempestad, les recrimina: ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? Si vamos en la misma barca, por qué dudáis de que cuide de vosotros, parece decir el Maestro en voz baja.
A los apóstoles, todavía les falta la fe firme de la que nos habla san Pablo: nos apremia el amor de Cristo: el que vive en Cristo es una criatura nueva. Para el auténtico discípulo, sus juicios no son ya como los de este mundo, sino con los criterios de Dios. Y Dios ¿puede querer algo malo para sus hijos? ¿No puede más el Creador que sus criaturas: el mar o la tormenta? Así se lo afirma Dios a Job, aquel hombre de infinita paciencia ante la adversidad: ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando escapaba impetuoso de su seno, cuando le puse nubes por mantillas y niebla por pañales, cuando le establecí un límite poniendo puertas y cerrojos, y le dije: hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas?
¿No nos ha dicho Dios que cuida más de nosotros que cualquier madre por sus hijos? ¿De dónde viene pues la duda y el temor? De la falta de amor. En el fondo, seguimos una doctrina que nos agrada, pero no a una Persona que nos seduce, nos invita a seguirle y nos promete una vida nueva, una vida que es eterna. Si cualquier tormenta de la vida debilita nuestra fe, es un síntoma de que aún no somos discípulos convencidos del Maestro, sino seguidores curiosos, que reculan ante cualquier adversidad. No somos, aún, esa «criatura nueva» de la que habla san Pablo: el discípulo que confía plenamente en el Señor que murió y resucito por nosotros; aquel a quien ¡hasta el viento y el mar le obedecen!
Tuit de la semana: La fe es un regalo de Dios, pero todo don se convierte en tarea. ¿Cuido mi fe con la formación, la escucha de la Palabra y la Eucaristía?
Alfonso Crespo Hidalgo