
«No solo de pan vive el hombre», dice el refranero. El domingo pasado, contemplábamos el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Hoy, las lecturas siguen el discurso sobre el pan; nos muestran a Jesús como Maestro y pedagogo ejemplar: desde la experiencia vivida del pan comido nos introducirá en uno de los secretos del Reino que predica: ¿Habéis comido pan hasta hartaros? dirá a la muchedumbre. Pues bien, yo os digo: hay otro pan que viene del cielo y que da la vida al mundo.
La muchedumbre, con el estómago lleno acepta la oferta y le reclama: Señor, danos de ese pan. Y Jesús lo describe: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará sed.
La diferencia está entre comer y vivir: comer es una necesidad fisiológica vital, pero no simplemente por comer bien se vive bien. Hay quien incluso hace dieta para poder vivir.
El hombre moderno cree a veces que en esta sociedad industrial en que nos movemos lo tiene todo resuelto: no necesita de nadie ni de nada, tiene el suficiente poder para auto abastecerse. Ha roto sus relaciones y ligaduras con todo aquello que no sea puramente material o productivo: incluso, ha borrado de su agenda a Dios, como señal de independencia o autosuficiencia. Se piensa que los problemas sólo se pueden resolver produciendo más.
Pero el hombre es algo más que simple estómago: No sólo de pan vive el hombre. En nosotros anida la imagen de Dios: somos hijos de un Padre, redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios, y guiados por la luz del Espíritu. Nuestro cuerpo es morada mortal de algo incorruptible, que peregrinando en la vida aspira al Reino eterno. Y esta “otra dimensión de lo humano”, la dimensión divina, también necesita de alimento: si el hombre quiere vivir como persona, deberá alimentar su espíritu para que su cuerpo pueda ser, como dice el poeta, una posada amable.
Y de este alimento nos habla hoy Jesús: Yo soy el pan de vida. La unión con Jesús, expresada en los sacramentos y la oración personal; la íntima relación con Dios que nos hace sentirnos hijos y hermanos; vivir la grandeza de la fe que empuja la esperanza y florece en caridad, es un estilo de vida que hace “vivir de otro modo”. Es un alimento oculto que robustece el espíritu y nos da fuerza y energía para el camino peregrinante de la vida.
Por eso, el hombre es a veces contradictorio: habiendo incluso gustado el mejor alimento -al mismo Dios y su enviado Jesucristo-, sin embargo se acuerda de los pequeños gustos pasados -de las ollas de carne de Egipto, que se comían en la esclavitud-. Y prefiere comer bien, aunque sea esclavo de sí mismo que vivir intensamente la vida de los hijos de Dios, aunque a veces el estómago le suene. No se trata de comer… sino de “vivir en la libertad de los hijos de Dios”. Y para este tipo de vida, Jesús nos dice: Yo soy el Pan de vida.