El Evangelio es también una norma de vida. La enseñanza de un buen Maestro se convierte en indicativos para una vida con calidad. Y Jesús es el mejor Maestro. Hoy vamos a adentrarnos en una lección de ética o moral.
Se nos llena la boca, cuando pronunciamos la palabra: libertad. San Pablo nos deja en la carta a los Gálatas, que proclamamos en la Eucaristía de hoy, un bello eslogan: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.
Hablar hoy de libertad es hablar de algo profundamente contradictorio: nunca ha creído el hombre ser más libre, nunca ha reclamado la sociedad más cotas de libertad, y nunca tampoco se le ha encubierto tanto sus propias esclavitudes y las sutiles cadenas con las que se mueve en un mundo aparentemente libre. San Pablo, gran pedagogo, pone un compañero de viaje imprescindible para la libertad: el amor. Es libre tan sólo quien ama. Porque sólo el que ama rompe ya la primera cadena de la libertad: el egoísmo. Así lo llega a decir el apóstol: vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se concentra en esta frase: amarás al prójimo como a ti mismo.
El hombre moderno ha confundido precisamente libertad con «capacidad de elección». Se siente dueño y señor porque puede escoger entre una variedad de posibilidades, sin darse cuenta que hay un vicio de raíz: su propia capacidad de elección está ya condicionada. La oferta es interesada y la voluntad está dirigida a escoger en una línea determinada. Incluso la renuncia a elegir se presenta como una falta de libertad.
Así, nos dejamos llevar por el río de la propaganda fácil, de la sutilidad de unas encuestas interesadas. Se pone como ley o norma simplemente «lo que hace la mayoría». Y no nos paramos a pensar que incluso la mayoría puede equivocarse. La razón y la verdad no es cuestión de cantidades. «Es normal» solemos decir, cuando lo correcto a veces es afirmar «es frecuente»… Porque la normalidad nos viene de la acomodación a la norma fijada que nos ayuda como lazarillo para hacer el bien y actuar en la vida conforme a nuestra dignidad de personas. Esa misma norma nos denuncia cuando lo hacemos mal. A veces, sin embargo, se constituye en norma «lo que hace la mayoría» o la costumbre del «siempre se ha hecho así».
La vocación cristiana es una vocación a la libertad. Y para examinar nuestra capacidad de ser libres hay una norma objetiva y externa que se nos pone como criterio de discernimiento: el seguimiento de Jesús. Si nuestra libertad nos orienta, bajo la luz del Espíritu, en el camino del encuentro con Jesús, estamos siendo realmente liberados y se están dando en nosotros los frutos de la Redención.
Alfonso Crespo Hidalgo