Jesús es radical, no le agradan las componendas. En el evangelio de hoy se enumeran una serie de actitudes que debe interiorizar quien quiere ser discípulo de Cristo. Son sentencias de tipo sapiencial que comienzan todas igual: «El que»: el quiere a su padre… el que no carga su cruz… el que da un vaso de agua a beber… Se reclama amar al Maestro más que a la propia familia; aceptar la cruz, que a veces es la incomprensión; dejarse desvivir por el otro: aceptarlo, darle de beber… El Maestro es exigente: no quiere discípulos mediocres ni seguidores por compromiso.
Solemos decorar nuestro pecho o nuestra solapa con el signo de la cruz. Una cruz preside muchos de nuestros templos, incluso algunas de las habitaciones de nuestra casa. La cruz es el «signo de los cristianos», aprendimos en nuestro Catecismo. Pero la cruz es algo más. Si pensamos detenidamente, no es una estampa hermosa ver a un hombre ensangrentado, clavado a una cruz. A nosotros nos parece algo bello porque vemos, más allá de la apariencia de un ajusticiado, al Hijo de Dios. Y en su muerte, no sólo un hecho biológico de dejar de existir, sino el gran signo de nuestra salvación. La cruz es el signo de la salvación de los hombres: no ha habido muerte que haya dado más vida ni signo que haya levantado más adhesiones a lo largo de la historia de la humanidad.
Decir cruz es decir Cristo. Pero la cruz es sinónimo de dolor y sufrimiento, de negación de sí mismo para conseguir un fin mayor. Por la cruz, Cristo nos consigue la salvación. Y sabemos que no es el discípulo mayor que su Maestro, como dijo Jesús. Por tanto, para cualquier cristiano, la cruz es un signo de imitación del Maestro. De ahí la recomendación del evangelio de hoy. Jesús, dice a sus apóstoles: El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí.
Hoy, también, y a lo largo de toda la historia, la cruz es signo de contradicción: a veces en su nombre se han querido imponer ideas, se han declarado guerras. Esto no es de Dios. Pero a veces, también, se ha querido combatir la cruz, queriendo borrarla de la vida de las personas y las comunidades. Esto es imposible. Dónde haya un creyente, habrá una cruz. Y El Maestro nos dijo que esto será hasta el final de los tiempos…
La cruz no es para el cristiano simplemente un signo decorativo o una bella expresión artística. Hoy la cruz, como siempre, tiene un fondo de dolor, de persecución, de sufrimiento, de muerte, en la vida de cada hombre. Pero vivida en cristiano, la cruz es signo de salvación. Nadie nos puede quitar el dolor, nadie nos podrá evitar la muerte. Pero la fe nos dice que el dolor con sentido, el sufrimiento ofrecido por la vida de los demás, es dolor y sufrimiento lleno de fruto. Y así, la muerte da vida. La cruz se convierte en signo glorioso.
Maduramos cuando sabemos dar sentido al dolor, al sacrificio y al sufrimiento. Sólo quien ha sabido sufrir con sentido sabe gozar con entusiasmo. Madurar como personas y avanzar en el camino de la santidad, consiste sobre todo en saber descubrir el sentido salvador de la cruz: la del Maestro y la de cada discípulo.
Alfonso Crespo Hidalgo