Jesús, en la intimidad de la despedida de sus apóstoles, les va abriendo el corazón. Son cinco capítulos del Evangelio de Juan (del 13 al 17) en los que el Maestro hace recapitulación de lo vivido con ellos, queriéndoles dejar en síntesis lo mejor de sus enseñanzas. El gesto que abre estos capítulos es el signo del lavatorio de los pies, como antesala y anuncio de su Pasión. Después de inclinarse ante cada uno, se sienta a la mesa y se desbordan las confidencias; les confiesa: Uno me va a traicionar. Y enseguida les deja una consigna que cambie el egoísmo de Judas en amor desbordante: Sólo un mandamiento os dejo: Amaos unos a otros. Es el momento de la intimidad de los amigos, pero también el de la angustia de la separación. El Maestro anuncia su vuelta junto al Padre.
En este clima de confidencia, Jesús exclama: No os inquietéis: confiad en Dios y confiad en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Yo voy a prepararos una. Luego volveré por vosotros, para que estéis conmigo. Y, casi con un guiño cómplice, les dice: ¡Ya sabéis el camino para la casa de Dios Padre! Les había hablado antes del amor que él les profesaba, pero ellos, ciegos y faltos de fe no entienden: Señor si no sabemos a dónde vas… ¿cómo vamos a saber el camino? Y Jesús, el Maestro, les sintetiza, en un sencillo plano, el camino que les venía explicando: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.
A lo largo de la Historia de la Salvación, los caminos de Dios y de los hombres han sido muchas veces «caminos paralelos». La historia del pueblo de Israel es una historia de «encuentros y desencuentros» entre Dios y su pueblo. Dios sale al encuentro de cada uno y se ofrece como el Camino que apoyado en la Verdad nos conduce hasta la Tierra Prometida, que es Vida eterna.
Pero el pueblo se empeña, cada uno de nosotros nos empeñamos, en soltarnos de la mano y nos perdemos en sus propias sendas, en nuestras mentiras disimuladas que llevan a la muerte.
Y Dios no abandona a su pueblo, no nos abandona, sino que fiel a su promesa, nos envió a su propio Hijo como camino de salvación. El único camino para encontrarnos y contemplar el rostro de su Padre: viéndole a él, ya vemos a Dios. Así le responde a Felipe, cuando le suplica: Señor, muéstranos al Padre y nos basta… Y responde Jesús, con ojos de tristeza: Felipe: tanto tiempo entre vosotros y no me conoces… quién me ha visto a mí ha visto al Padre… Siguiéndole a él, tenemos asegurada la meta: la casa común del Padre Dios. Allí nos espera y nos ha preparado posada.
Jesucristo, el Señor, es el camino de nuestra gloria. Si seguimos sus pasos, alcanzaremos su gloria: Si morimos en el Señor, resucitaremos con él, nos dice el apóstol Pablo.
La palabra de Jesús es siempre una palabra firme y fiel, nunca se desdice, siempre cumple: la promesa de su palabra… es nuestra certeza. Con Jesús, vamos por el buen camino, gozamos de la verdad, alcanzaremos la vida eterna.