«Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora». Con este consejo concluye Jesús una de sus parábolas sobre la actitud del creyente ante la muerte, la parábola de las diez doncellas que esperan al esposo.
Jesús, en la claridad de su pedagogía nos presenta la actitud ante el momento final de la vida. Y lo hace poniendo un ejemplo de bodas. Y no es casualidad. La muerte para los creyentes es un encuentro con Dios, y los místicos entendían la muerte como unos desposorios definitivos con el amor de Dios. La muerte es un abrazo de Dios a la debilidad del hombre.
Y Jesús nos quiere dejar claro dos cosas: primero, que la muerte llega; para todos nosotros la muerte es siempre una «muerte anunciada». Aunque nos sorprenda la muerte del joven, el accidente imprevisto, todos tenemos la certeza de que un día la muerte será el final de esta vida. Y segundo, que lo importante es analizar cómo nos estamos preparando para encontrarnos con ella. Si la muerte va a venir, no podemos esconderla, mirando para otro lado.
El creyente, aunque viva el lógico miedo a lo desconocido, no puede vivir la muerte con la desesperación o la amargura de entenderla como un final definitivo. Para el creyente la muerte es el paso a otra vida, y el reencuentro definitivo con Dios. Y ese momento en la vida de cada uno, nos puede sobrevenir encontrándonos preparados o desprevenidos. De aquí las dos actitudes de las doncellas de la parábola: cinco prudentes, que esperan al esposo con la lámpara encendida y que al llegar entran al banquete de bodas; cinco necias que al llegar el esposo han ido a comprar aceite para sus lámparas, y que al llegar encuentran la puerta cerrada. Intentan al final entrar, pero el esposo les recrimina: «Os aseguro que no os conozco».
Situémonos dentro de esta parábola: todos nosotros estamos invitados al banquete del Reino, Jesús es el esposo que nos convoca. Dios invita a todos, pero deja a nuestra libertad, deja en nuestras manos el que formemos parte del grupo de invitados prudentes y prevenidos, haciendo el bien y practicando la justicia del amor a Dios y a los hermanos; o bien integrándonos en el grupo de invitados necios y despreocupados, que pasan la vida «como si Dios no existiese», negando el amor de Dios y el amor fraterno.
A mi libertad y responsabilidad se encomienda la posibilidad de entrar en el Reino de los cielos, o quedarnos a las puertas con esa terrible respuesta de Dios: «no te conozco». Mi muerte es una muerte anunciada. Pero yo puedo convertirla simplemente en la entrada a un banquete que Dios me tiene preparado.