La escena ha sido objeto de bellos cuadros: Juan el Bautista en la orilla del Jordán, predicando a sus seguidores y largas colas que se acercan para ser bautizados. El profeta, revestido de piel de camello, no cesa de anunciar que el Reino de Dios está inminente, que el Mesías Salvador está ya en medio de su pueblo.
Y a lo lejos, se acerca, confundido entre el pueblo sencillo, como uno más de la cola, Jesús de Nazaret. Aparentemente, un penitente más que acude a recibir el Bautismo de agua que administra el Bautista. Pero de pronto, un hecho excepcional convierte en única aquella escena. «Se abrió el cielo» y Dios irrumpe señalando a aquel hombre anónimo como su propio hijo: «¡Tú eres mi Hijo amado, mi preferido!
La irrupción de la voz de Dios, carga la escena de misterio: ¿quién ha hablado? ¿Quién es el Hijo señalado? Juan Bautista mira a Jesús con ojos humildes, queriendo declinar la invitación: ¿Cómo va a bautizar el discípulo al Maestro? Pero Jesús, el admirado por Juan como el Maestro, se acerca a ser bautizado: el señalado por la voz como el Hijo predilecto, hinca sus rodillas ante la «voz que clama en el desierto». Y el que fue señalado por Juan como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» lava su carne inmaculada en el agua que limpia de las culpas del pecado. No cabe más abajamiento del Hijo de Dios, para acercarse al hombre. Por eso el Padre Dios «abandona un instante la majestad del cielo y acude a la escena». Desde lo alto alaba la actitud del Hijo, y le piropea: «¡Tú eres mi predilecto!»
El Bautismo de Jesús es una figura y anticipo del Bautismo cristiano. Juan lo dice en alta voz: «Yo os bautizo con agua, para la conversión del pecado. Pero el Maestro os bautizará con Espíritu Santo». Este Bautismo nos convierte en familia de Dios.
Desde entonces todos los hombres, sin distinción de raza ni patria son llamados al Bautismo. Y desde entonces la Iglesia abre la fuente del único Bautismo que se derrama en manantiales de gracia para todos los pueblos. Por nuestro Bautismo, como dice san Pablo «hemos sido ungidos por Dios con la fuerza del Espíritu Santo».Dios «acude a la escena de cada Bautismo» para proclamar: ¡Tú eres mi hijo». Y acudió puntualmente en mi día y me susurro: «¡Tú eres mi hijo, predilecto» .
El Bautismo nos hace familia de Dios: «un sólo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre», cantamos con orgullo. Los bautizados la gran familia de los hijos de Dios, su Iglesia amada. Y del Bautismo brota la vida teologal: vida en fe, esperanza y caridad que hace de los cristianos partícipes de la misma vida divina.
Qué bien resume el Catecismo cuando dice: «por el Bautismo somos hijos de Dios y miembros de su Iglesia».