El «resto de Israel», el pueblo sencillo y creyente, vivía su tiempo como «tiempo de Dios»: estaban a la espera de la revelación del Mesías prometido, que traería la salvación de todos. E veces, su espera se convertía en desesperanza y el profeta de turno tenía que levantar su ánimo. así lo hace el profeta Sofonías, que nos deja estas hermosas palabras: «¡No temas! ¡Sión no desfallezcas!. El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta».
Esta espera, que alienta el tiempo de la esperanza de la liberación del pueblo de Israel es vivida intensamente. Y ello llevaba a verlo todo como provisional. De ahí la pregunta de los discípulos de Juan el Bautista: «¿Qué tenemos que hacer mientras esperamos al Mesías?» La respuesta de Juan Bautista, al que Jesús señaló como «el más grande nacido de mujer», es clara: para qué sirven dos túnicas, para qué sirve acumular dinero, para qué sirve la intransigencia exigente si el Señor está cerca. Si Dios mira en lo escondido y escruta el corazón, para qué sirve que nos encuentre recubiertos de cosas y con el corazón desnudo de buenas obras.
Dios espera que le reciba un corazón limpio, sin apego a las cosas, que no anteponga el «tener y poseer al ser». Dios espera que adecentemos nuestro corazón, no que adornemos externamente nuestra casa. Dios quiere ir a corazones abiertos. Por eso, las primeras revelaciones de Dios serán a personas de corazón puro y generoso: María, Isabel, los pastores, Simeón y Ana, los primeros apóstoles. Unos pobres de “rico corazón”.
Adviento es memoria de la venida del Mesías Salvador. Pero Adviento es también prenda de la segunda venida del Señor de la gloria que vendrá a recapitularlo todo. Esta segunda venida fue vivida por los primeros cristianos como «inminente»; entendieron, quizás llevados por su ardor, que no podría pasar mucho tiempo sin que el Señor Resucitado volviera a encontrarse con su pueblo en la manifestación definitiva del Reino. Así, se vivía el tiempo como una espera ansiosa del Señor. El amor exige la presencia. Y los discípulos habían sido enamorados por el Maestro.
Mientras viene el Señor en su segunda venida, Jesús nos brinda el Bautismo como un «vestido de espera»: el Bautismo convierte el corazón para abrirse, como «el resto de Israel», a la promesa del Reino. Los bautizados en el Espíritu “somos constituidos hijos de Dios y miembros de su Iglesia”. Somos familia de Dios. El bautizado es alguien que con su vida y testimonio dice: “Dios nos ha salvado y nos invita a ser de los suyos”.
Se entiende que San Pablo, en este domingo llamado de la alegría, recomiende a los filipenses, y a los cristianos de todos los tiempos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos». El Señor ha venido y no se va de la vida: El siempre está con nosotros. El Bautismo nos convierte en testigos de esta Buena Noticia. ¿No es para cantar de alegría y saltar de gozo?