Es más fácil hablar que escuchar. Incluso todos estamos de acuerdo: ¡escuchar es un arte! Ya repetía el filósofo griego que la naturaleza nos había dotado de dos orejas y una boca, para que escuchásemos más. Sólo quien tiene la capacidad de escuchar puede aprender. Y sólo quien aprende se puede considerar discípulo.
Ser cristiano es «ser discípulo de Cristo», aprendimos en el Catecismo de niños. Hoy, Samuel, niño «aprendiz de profeta», está a la escucha del Señor. Oye que una voz le llaman pero no encuentra a su interlocutor, hasta que en lo profundo de su corazón descubre que no es voz humana sino divina quien le susurra en la noche. Y exclama: ¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!
Juan nos narra cómo los dos primeros discípulos, fascinados por la personalidad de Jesús le siguen en silencio. El mismo Jesús, mirando a aquellos que le siguen, abre el diálogo: ¿Qué buscáis? Ellos preguntan: Maestro, ¿dónde vives? Y Jesús responde con una invitación: Venid y lo veréis. Jesús responde a la incipiente curiosidad de aquellos hombres con una invitación explícita y tajante a que le conozcan y se hagan su propio juicio. Porque vale más una imagen que mil palabras, y porque a las personas se les conocen sobre todo por el trato y la convivencia. El Maestro les invita a hacer la experiencia de estar con Él y conocerle. Y el evangelio concluye la escena escuetamente: fueron, vieron… y se quedaron con Él.
El diálogo con el Maestro, si parte de un corazón sincero, nos convierte de interlocutores indiferentes en seguidores y discípulos. La Palabra de Jesús cautiva y seduce, porque es palabra de verdad y vida.
Nosotros, como cristianos, necesitamos también estar a la escucha de Dios que nos habla en el ruido del mundo. Nuestra oración debe ser, en la oscuridad de la noche, la del joven profeta Samuel: ¡Habla, Señor que tu siervo escucha! Y nuestra actitud, la de los primeros discípulos: «seguir al Maestro y habitar con El, escuchando su Palabra». El trato nos adentrará en el profundo misterio de su persona, para terminar confesando como Pedro: ¡Tú eres el Hijo de Dios!
Los mismos apóstoles, antes que apóstoles fueron discípulos que aprendieron «estando con el Señor y escuchando al Maestro». De esta experiencia de estar con Él, brota el discípulo misionero que reclama el papa Francisco.
Como dicen un Santo Padre, el deseo ardiente de aprender lo promueve en un discípulo la calidad del Maestro. Y nosotros, ¡tenemos el mejor Maestro! Vale la pena que nos esforcemos en ser discípulos dignos, que sepamos estar a la altura del Maestro.