Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Esta es la súplica que sale del corazón de uno de los dos crucificados junto a Jesús. Qué hay después de la muerte, es una cuestión siempre abierta e inquietante para todos: creyentes y no creyentes. En los momentos finales, si somos conscientes de ello, nuestra vida se hace presente como una película que trascurre ante los ojos de nuestra memoria: qué he hecho de bien, a quién he hecho mal, hay algo más después del último aliento; en una palabra: ¿me salvaré?
La página evangélica de hoy, nos lleva hasta el Calvario. La escena es dramática: Jesús, clavado en la cruz dialoga con los dos ladrones que han sido crucificados con él. Entre las burlas de los prepotentes, que ven al pretendido Mesías derrotado y clavado en la cruz, uno de los malhechores, se suma a la agresividad de la masa e increpa: Si tú eres el Mesías, el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo y a nosotros! El otro crucificado, que ha sido definido por la historia popular como «el buen ladrón», ve en aquel en cuya cruz se ha colocado el letrero: Este es el rey de los judíos, a alguien distinto. Descubre la injusticia de la sentencia que ha llevado a Jesús a la cruz, lo ve como hombre justo y lo reconoce como Mesías. Y le suplica: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino.
Y del corazón de Jesús brota la respuesta consoladora: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso. Desde este momento, el sin sentido de la escena de un crucificado a punto de morir adquiere un sentido definitivo: hay alguien que sabe del más allá, alguien que tiene poder sobre la muerte, que la sobrepasa y asegura un más allá venturoso.
La muerte se presenta ante nosotros como una realidad incuestionada: «Nadie sabe el día ni la hora», pero sí sabemos que hay un final de la vida y del mundo. Si nos quedamos sólo mirando el final de los tiempos, podemos caer en una tristeza agónica, casi de desilusión y desesperación: ¿vale la pena tanto esfuerzo humano, tanta caridad cristiana para que luego al final todo se diluya, como un terrón de azúcar, en el olvido y el caos?
Jesucristo, el Señor, abriendo los brazos en la cruz, nos indica un horizonte de esperanza: alguien que va a morir, promete vida eterna a otro ajusticiado. Y en él, a cada uno de nosotros, a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. Pero es necesario abrir nuestro corazón con la súplica del aquel buen ladrón: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Con la festividad de hoy, Jesucristo Rey del Universo, se cierra el Año Litúrgico. Este lenguaje de la realeza de Jesús, a veces mal comprendido, no pretende imponer un estilo de estar entre nosotros como los reyes de este mundo. Este poder real de Jesús, el Salvador, no es motivo de miedo o sumisión irracional: Quien muere mirando a la cruz de Hijo de Dios, compartirá con él la gloria del Paraíso, la alegría de la Resurrección: ¡la esperanza expulsa el miedo!
Alfonso Crespo