En el Evangelio de hoy, Jesús se manifiesta en el monte Tabor a los apóstoles más íntimos: Pedro, Santiago y Juan. Y se les revela en plenitud. Ellos ven la gloria de Dios, cara a cara: «El rostro de Jesús resplandecía como el sol», nos dice el Evangelio. Y escuchan la manifestación del Padre: «¡Este es mi Hijo, el escogido, escuchadlo!». Esta frase es una síntesis perfecta de la Revelación de Dios al hombre. Dios nos quiere manifestar con palabras su profundo Misterio.
En la escena de la transfiguración, se muestra el misterio trinitario: El Espíritu nos señala a Jesús como el Hijo del Padre. Y nos indica como son las relaciones de las personas de este Misterio Trinitario. Son relaciones de amor, de predilección: el Hijo es el predilecto del Padre; el Padre es el Amor del Hijo; y desbordándose tanto amor se nos presenta el Espíritu Santo.
Cuando el Misterio se presenta a la razón del hombre, éste tiene diversas opciones: o cerrase a él desde la soberbia de nuestra mente, o sentirnos simplemente contempladores del Misterio desde la humildad de nuestra condición humana, o bien seguir buscando. Sólo puede contemplar el Misterio quien se siente criatura divina.
La voz del Espíritu nos invita no sólo a contemplar la escena en la que se muestra la grandeza divina de Jesús, sino a participar en ella: «a ¡escucharle!»
Escuchar es ya una actitud activa que provoca poner atención, sentirse interpelado, e intentar también llevar a la vida aquello que se ha escuchado. Este escucharle implica también el obedecerle. No es una actitud auténticamente cristiana simplemente contemplar la grandeza de Dios. La admiración debe provocar «el seguimiento»: llevar la vida al estilo de Jesús, que puso como lema de toda su actividad «hacer la voluntad del Padre».
De la mano de Cristo nos adentramos en el Misterio de Dios. Por el Evangelio conocemos una pizca del insondable Misterio divino. Con el sí de nuestra fe damos una respuesta amorosa a la invitación divina de ser hijos de Dios. Pero también por el Evangelio aprendemos, como discípulos, a vivir al estilo del Maestro.
Abrahán, cuya historia es ejemplar para todos los cristianos, conoció a Dios y se adentró en su Misterio. Y quedando seducido por él, firmo una alianza: «Yo seré tu Dios y tú y tu descendencia seréis mi pueblo». El sí de Abrahán, padre de creyentes, abrió la puerta aún más de la Historia de la Salvación: el pueblo fue conociendo a Dios e interiorizando sus leyes, viviendo según las indicaciones de su Dios. Y el pueblo se multiplicó… porque la fe profesada y testimoniada engendra más creyentes.
No basta contemplar o escuchar a Jesús… Hay que vivir como El.
Alfonso Crespo Hidalgo