“El más grande nacido de mujer”. Con este piropo, presenta Jesús ante sus paisanos a Juan el Bautista. Aquel niño, que saltó de gozo en el vientre de Isabel cuando su prima María de Nazaret fue a visitarla, es el profeta que irá preparando el camino del Señor.
Su nacimiento es un milagro portentoso: Dios vence con su poder a la naturaleza decrépita de la anciana, que queda embarazada; y sobre todo vence la incredulidad del matrimonio, Zacarías e Isabel. Y de ellos, nacerá aquel hombre curioso: vestirá con austeridad, vivirá en el desierto y proclamará la venida del Reino de Dios. Después señalará al Mesías, certificando su presencia entre nosotros.
Pero Juan es sobre todo, un signo grandioso de humildad. Él está siempre en segundo plano: lo realmente importante es señalar al Mesías, no señalarse a si mismo. Cuando el Mesías se haga presente, se desprenderá de todo, incluso de lo que más quería: sus propios discípulos, a los que indicará que sigan al único Maestro.
La actitud de Juan es el mejor ejemplo para nuestro apostolado: todos estamos llamados a señalar al Señor, como el centro de nuestra predicación, como la meta de nuestra vida y de la de aquellos que se cruzan en nuestro camino. No se trata de llevar a la gente a mi redil, a mi pequeño círculo, sino invitar a todos a que se adentren en la casa común que es la Iglesia. Juan nos enseña a romper los “círculos cerrados” de la pastoral.
“Preparad el camino al Señor”, será su proclama más reiterativa. Toda su predicación se centra en el anuncio de la venida del Reino. Y esta consigna también hoy se convierte en eje principal de cualquier apostolado. Es necesario hoy, hablar con claridad y valentía de la venida del Reino de Dios. El Mesías, Cristo Resucitado, está en medio de nosotros, pero necesita voces que lo proclamen y dedos que lo señalen en medio de las masas. Aunque hoy parezca que predicamos en el desierto.
“Te hago luz de las naciones”. El profeta Isaías compara al profeta con una luz para el pueblo. Y es el gran desafío que hoy tiene la Iglesia: ser luz en medio del pueblo. La luz ahuyenta las tinieblas e indica el camino que hoy urge recorrer. El mismo Cristo se presenta como luz, porque El es la meta de nuestro peregrinaje.
Cada uno estamos llamados a ser un nuevo Juan Bautista: a vivir en la austeridad de los valores del Reino y a señalar al Mesías, el Maestro y Señor, como aquel a quien realmente vale la pena conocer y seguir. La meta de todo peregrinaje es el Señor, y cada uno de nosotros somos simplemente una señal del camino.