Rencor e ira son detestables. El libro del Eclesiástico, que pertenece a los libros de la Sabiduría de Israel, nos deja una profunda reflexión sobre una debilidad profundamente humana que se convierte en un pecado grave: el rencor. Dice la primera lectura: rencor e ira son detestables… el pecador los posee. Y advierte: Si un humano alimenta el rencor contra otro, ¿cómo puede esperar la salvación del Señor? Y termina aconsejando: Acuérdate de los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo; acuérdate de la Alianza del Señor y pasa por alto la ofensa.
El evangelio que proclamamos es un canto a Dios Padre, que tiene «entrañas de misericordia». Y propone la caridad como el distintivo de los cristianos: cuando vivimos la caridad, cuando amamos, nos estamos pareciendo a Dios, somos casi dioses, con letra pequeña. El amor es la gran capacidad que tiene el hombre para remontarse del aburrimiento del cada día a la novedad de las grandes momentos: cada gesto de amor de una madre por su hijo, de un hijo por sus padres, de unos enamorados o de unos esposos, la expresión sincera de la amistad, son gestos siempre nuevos, irrepetibles, porque son signos y mensajes del amor apasionado que Dios siente por sus hijos los hombres, que somos imagen suya.
Pero el amor tiene enemigos. Hay un enemigo del amor, que con frecuencia se alía con el egoísmo del corazón humano para combatir los gestos de caridad: ¡el rencor! El rencor es un sentimiento sutil y disimulado: por lo regular hay parte de razón cuando me quejo de alguien, cuando siento resquemor ante alguien. Pero si en mi corazón aliento el impulso de venganza, el rencor, como una «carcoma silenciosa» se hace dueña del alma y la vacía por dentro. El rencor es un sentimiento estéril: no engendra ningún bien y mina el corazón.
Ante la injusticia sufrida, ante el daño aguantado repetidas veces, ante el insulto, ante las deudas que tienen con nosotros, que no nos agradecen lo que hacemos… Jesús nos propone en el evangelio un remedio: el perdón. El Señor responde a una pregunta sobre cuántas veces hay que perdonar, con una medida amplia: no sólo siete, sino setenta veces siete…. Las «entrañas de misericordia de Dios Padre», se manifiestan en los gestos concretos de perdón en Jesús, y reclaman gestos concretos de cada uno de discípulos, perdonándonos unos a otros.
Quién perdona, ama. Quien no perdona, instala en su corazón la semilla del diablo: el rencor, la amargura, el odio, el sin vivir. El rencor destruye en silencio. La caridad, el perdón, el amor, edifica a la persona, con relaciones sociales, familiares y de amigos, que son signo del amor de Dios.
San Pablo dice a los romanos: en la vida y en la muerte somos del Señor. ¡Vivamos, pues, como hijos suyos! Por encima de la justicia habita el vínculo de la caridad. Y el perdón, como el amor, no tiene medida; el consejo del evangelio se ha convertido en refrán: hay que perdonar «hasta setenta veces siete».
Alfonso Crespo Hidalgo