¿Puede Dios tener ira? La pregunta nos puede escandalizar. ¿No es la ira un defecto humano desagradable y sospechoso, propio de un hombre embebido en su propio yo y soberbio de sí mismo? ¿Puede Dios tener ira? Aún más ¿no contrasta totalmente la ira con la mansedumbre manifestada por Jesús a lo largo de su camino entre nosotros? El evangelio de hoy, nos muestra una escena en la que Jesús reacciona ante el espectáculo que se encuentra en el Templo: vendedores de bueyes, ovejas y palomas, a los cambistas sentados… y haciendo un azote de cordeles, un látigo, echa a los mercaderes del templo. Pero, ¿cómo compaginar el látigo con las bienaventuranzas?
El látigo es un gesto profético con el que Jesús denuncia: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Jesús levanta su mano y su azote no sólo contra los profanadores de aquel templo, hecho por obra de las manos del hombre y enriquecido por el dinero de los reyes, sino contra todos los profanadores de los verdaderos templos, que son los hijos de Dios. El látigo es una denuncia de la mentira, de la opresión de los más débiles, de la sordera a la auténtica palabra de Dios, de los falsos ídolos que acapara el interés de tantos para no tener que comprometerse con la exigencia del Evangelio.
Aquel Templo se había convertido en un signo de idolatría. Y Dios, en el libro de Éxodo, había dicho a su pueblo: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses fuera de mí. Y en aquel Templo se compaginaba el culto al verdadero Dios con el culto a otros dioses, como el dinero. Contra las perversiones de la religión, Jesús levanta su látigo y aprovecha la escena para dejar una enseñanza clara: no sólo quiere purificar el templo material, sino renovar el sentido del culto y la misma idea de templo. Invita: destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Los judíos entendían que se trataba del templo material, el magnífico templo que levantó uno de sus reyes más grandes. Pero puntualiza el evangelio: él hablaba del templo de su cuerpo y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho...
Jesús nos invitas a purificar la imagen del templo: lo verdaderamente importante es el templo vivo y espiritual, que somos cada uno de nosotros por el Bautismo. Cada uno somos imagen de Dios y por el Bautismo somos templos vivos del Espíritu. Hay que acabar con los falsos sacrificios, para conseguir un culto en espíritu y verdad, que salga del corazón. Hay que expulsar el mercadeo del templo: Dios no quiere ritos sino corazones convertidos, que le llamen Padre y vivan como verdaderos hijos. Jesús emplea la fuerza para dejar grabada su enseñanza: No es un látigo de odio, es un «látigo de amor».
Tuit de la semana: El Bautismo nos convierte en templos vivos donde habita el Espíritu. ¿Custodio la dignidad de mi cuerpo como templo de Dios y respeto el ajeno?
Alfonso Crespo Hidalgo