Hay fachadas hermosas que esconden auténticos palacios en ruinas. Hay vestidos hermosos que esconden un corazón egoísta. Hay sonrisas hipócritas que disimulan malas intenciones. Lamentablemente vivimos un mundo donde lo que cuenta es la fachada, lo externo, la apariencia. No cuenta el interior, se disimula el alma. Pero, de apariencias no se vive: «el hábito no hace al monje».
Se ha perdido la «mirada profunda»: ver desde las pupilas lo que se trama en lo más profundo del corazón del hombre. Y sin embargo a Dios le gusta traspasar la fachada y mirar el interior. Cala nuestras intenciones y, sorteando las apariencias, se muestra solícito en descubrir las tramas del corazón.
El Evangelio de hoy, el Maestro nos deja otra gran enseñanza con una sencilla parábola. Ante dos personas diferentes: un fariseo de postín y un pobre publicano, que suben hasta el Templo y se presentan orando al Señor, Jesús hace un balance de su actitud y emite un juicio sobre la eficacia de su oración: el fariseo, que fanfarroneo ante Dios, no fue escuchado; sin embargo, el pobre publicano, que simplemente se humilló ante el Señor, fue reconocido y justificado. Y termina el relato con una sentencia: el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. La sencillez del corazón del pobre publicano, su reconocimiento de su pecado e indigencia ha cautivado a Dios y ha hecho eficaz su oración.
Rompe Dios los esquemas sociales que se fijan en las apariencias. Dios sólo ve el «hondón de nuestro corazón»: allí donde se urden las auténticas verdades y el amor sincero. Quien se coloca humildemente ante el Señor, la primera sensación es de una pequeñez inmensa: ¿quién soy yo ante la Infinitud? Pero la experiencia de Dios me hace grande: ¡Tú eres mi hijo! Y entonces mi pequeñez se estira hasta la infinitud, ya ni el tiempo ni el espacio podrán conmigo: tengo como protector a Dios Padre.
Para el humilde de corazón, Dios se convierte en la meta definitiva, y la fidelidad al amor de Dios en el objetivo del combate de la vida. Por eso, a pesar de las dificultades, el hombre humilde que apoya su vida en la fe, podrá exclamar con el apóstol Pablo: He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe… Me aguarda la corona merecida con la que el Señor me premiará.
Es hora de hacer cada uno «un control de calidad» de la propia vida, ante la mirada del Dios de la misericordia que ve lo más profundo de los corazones.
Alfonso Crespo Hidalgo