Popularmente se conoce como la «parábola del hijo pródigo». Y todos sabemos cómo comienza: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna…». Pero, aunque aparentemente el hijo pródigo aparezca ante nuestros ojos como el protagonista de esta historia, si nos detenemos en profundidad descubrimos que el protagonista principal es el Padre y que los dos hijos, el menor y el mayor son simplemente artistas de reparto. Por qué no llamarla: la parábola del Padre bueno.
Contemplando la figura venerable de aquel buen hombre, podemos descubrir las entrañas de Dios. Antes que nada situémonos en el tiempo apropiado. Pedirle la herencia a un padre en vida, era como desearle la muerte. Por tanto aquel hijo de la huida, no sólo se fue de casa, sino que casi había matado a su padre al reclamarle la herencia y ausentarse del hogar. Este es el pecado capital de este joven: no que haya despilfarrado su dinero con malas compañías, sino que se alejo de la casa paterna, negando el amor del padre.
Esta perspectiva refuerza aún más la figura del padre: el que cada tarde otea el horizonte esperando la vuelta del hijo pródigo, y cuando vuelve le tapa la boca con sus besos acallando sus excusas. El abrazo del padre le devuelve la vida y lo restituye a su dignidad de hijo y organiza una fiesta de bienvenida. En pleno banquete, aparece el hermano mayor: es el hijo formal, que no había salido de casa. Pero, ahora, no quiere entrar y se indigna con su padre, hasta el punto que cuando se dirige a él no pronuncia la palabra padre, sino que reclama su atención y le recrimina con frialdad: «Mira: en tantos años como te sirvo no me has dado un banquete, y vino ese hijo tuyo…» También rehúsa la palabra hermano. Este hermano mayor, nunca gusto del amor del padre, por tanto no se siente hermano: es un inquilino huérfano.
La parábola más popular de Jesús, ha provocado un sin fin de comentarios. Y la riqueza de su contenido nos puede ayudar, sintiéndonos protagonistas de la misma. Cuántas veces nos hemos sentido el hijo pródigo de la parábola, volviendo a la casa del padre. Es quizás, la visión más lógica de esta enseñanza. Pero también es conveniente ponernos en el lugar del hermano mayor: descubrirnos como el hijo mayor, que nunca se fue de casa, pero vivió dentro de ella como un realquilado, falto de amor. Esta falta de amor, le hace ser una persona correcta, pero no un hijo y hermano fiel y cariñoso. Esta segunda imagen, es más difícil de corregir que la del escandaloso hijo menor.
Pero, ¡y es una osadía! no tendríamos también que apropiarnos de la figura del padre. Pongámonos con sencillez en el lugar del padre, imagen de Dios, y preguntémonos ¿Estoy dispuestos a acoger y aceptar con un abrazo, a perdonar incluso a quien me ofendió claramente o me ignora con fría indiferencia? Que hermosos Salmo cantaremos hoy: «Gustad y ved que bueno es el Señor».
Alfonso Crespo Hidalgo