El buen maestro es aquel que conoce a sus alumnos. Sabe sus cualidades y las potencia y es consciente de sus defectos y los corrige. Educar, en último término, es ayudar a alguien a que saque lo mejor que lleva dentro y lo adorne con un esfuerzo por corregir lo que le impide mejorarse.
Jesucristo, el Señor, es Maestro y pedagogo. Sabe enseñarnos desde la cercanía: siendo Dios se hace hombre. Y utiliza una serie de comparaciones que nos ayudan a entender sus enseñanzas: son las parábolas. La parábola de hoy, la higuera estéril, la arranca Jesús de la sencillez de la vida del agricultor: un señor tenía una higuera, junto a su viña, que llevaba tres años sin dar fruto. Desde la lógica de la productividad, hay que arrancarla y sembrar otro árbol. Pero el viñador le ha tomado cariño a su labranza y pide otra oportunidad: «Señor, déjala otro año; yo la voy a cavar y a abonarla… a ver si da fruto. Si no da fruto, el año que viene yo mismo la arrancaré».
Nuestro refranero, parafraseando un versículo de la Biblia, a la hora de evaluar y apreciar a las personas, nos dice que «por sus frutos los conoceréis». Y realmente cada uno somos lo que dicen de nosotros nuestras obras. Incluso señalamos críticamente que alguien que se llama cristiano no lo demuestre con su propia vida. Al mismo Jesús le molestaba fuertemente la hipocresía de una «fe sin obras».
Pero para hacer el bien, para dar buenos frutos, el secreto está en lo oculto del árbol: que esté provisto de hondas raíces sanas y con vida. Y ésta es la moraleja de la parábola de hoy: analizando nuestros frutos, las obras de nuestra vida, podemos ver la calidad de sus raíces, la bondad de nuestro corazón.
La Cuaresma es una invitación a mirarnos por dentro, a analizar las raíces ocultas de nuestra vida. No basta con una limosna de más o un rezo añadido. Ni incluso una cierta abstinencia. Se trata de cavar y sanar lo oculto; de regarlo y abonarlo con oración, penitencia y limosna. Dios nos reclama una conversión en profundidad. Nos invita a sanear nuestra vida desde las raíces. No se conforma con una imagen externa de maquillaje: quiere «hombres y mujeres nuevos con corazones de carne». Ya nos lo ha pedido otras veces; quizás demasiadas podemos decir algunos. Y lo reclama desde un título esencial: Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob…, tu Dios.
Dios compasivo y misericordioso, que nos conoce como un Padre, quiere siempre darnos otra oportunidad. Y esta Cuaresma, ¿por qué no va a ser para mí la oportunidad definitiva? Dios, tu Dios, así lo espera, porque como hemos cantado en el Salmo de hoy: «El Señor es compasivo y misericordioso».
Alfonso Crespo Hidalgo