Mansedumbre y humildad son dos virtudes en desuso. La primera lectura, del libro de Zacarías, profetiza cómo será la entrada triunfal del Mesías en Jerusalén: relata que será como un rey, justo y triunfador, pobre y montado en una borriquilla… Así lo veremos, siglos después en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el primer domingo de Ramos. Jesús montado en la borriquilla es una estampa de mansedumbre: no hay caballos guerreros y las lanzas y espadas son simples palmas y ramos de olivo. La mansedumbre no es la virtud de los débiles sino el adorno de los fuertes. La mansedumbre es «suavidad y benignidad en la condición o en el trato, y está libre de arrogancia o presunción. Está íntimamente relacionada con la humildad».
En un ambiente de confidencia Jesús, en el evangelio de hoy, exclama: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla. Le da las gracias al Padre Dios porque pone su Misterio al alcance de todos, y lo entrega con más amor a los más pobres y humildes: los mansos de corazón que desprecian el orgullo y la prepotencia. Y continúa su confidencia: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré… yo soy manso y humilde de corazón. La mansedumbre y humildad del corazón de Cristo, lo convierte en posada para todos.
El evangelio de hoy, es un canto a la mansedumbre y la humildad: ¡nada de estridencias o anuncios populistas y virales. En un mundo que prima la fuerza, que exalta la prepotencia y y alardea de autosuficiencia, es difícil hablar de mansedumbre. Suena a debilidad. Y sin embargo hoy el Evangelio nos deja como un slogan de verano, un consejo de Jesús: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.
¿Es esto posible? ¿Se puede ser manso y humilde y seguir viviendo en la selva humana en la que nos movemos? ¿Tiene la mansedumbre y la humildad cabida en la sociedad actual? Dios creó un paraíso y el hombre estropeó su obra, porque convirtió su gran don, la libertad, en un deseo autosuficiente de independencia, eligiendo el mal y el pecado. Sin embargo, Dios no se olvidó de su criatura, sino que inició todo un proceso de enseñanza: le va mostrando sus caminos con la sabia pedagogía del padre y del maestro, y le va indicando las actitudes que pueden convertir en perfecta su obra. El hombre, que es la criatura privilegiada de Dios, debe adornándose con aquellas virtudes que le hacen más perfecto y agradable a Dios.
Es necesario hoy, hablar de virtudes. No son palabra antiguas o ñoñas. Una virtud interioriza y fortalece un estilo de vida. Para el cristiano, las tres grandes virtudes teologales, la fe, la esperanza y la caridad, tintan su vida de forma diferente: le hacen un hombre creyente, un hombre con ganas de vivir porque la muerte no es una frontera infranqueable; un hombre que mira al otro hombre como hermano, con amor. Y junto a estas virtudes, las llamadas virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza… originan un peculiar estilo de afrontar la vida, que favorecen la convivencia humana. Ser cristiano es adornarse de virtudes.
El hombre realmente virtuoso descubre que sus dones son regalo de Dios y los pone al servicio del hermano. La mansedumbre y la humildad son señas de fortaleza.
Alfonso Crespo Hidalgo