Una imagen vale más que mil palabras, dice el refrán. Pero habría que precisar hoy: «Y una palabra vale más que mil papeles». Vivimos tiempos de papeles. Montañas de papeles y documentos para cualquier cosa, para lo más simple. Y en el fondo tanta burocracia es un signo de falta de confianza: el hombre se fía cada vez menos del hombre. La palabra dada va quedando arrinconada y casi nadie se la cree. ¡Qué lejos estamos de aquellos tratos que se firmaban con un simple apretón de manos!
Dios y el hombre andan ahora de tratos. Viene de lejos. Dios prometió desde antiguo que le salvaría. Y el hombre necesita la salvación. Pero, también, hay una larga historia de rupturas. A la firme y constante fidelidad de Dios, el hombre, tantas veces, ha respondido con la desconfianza. Incluso el atrevimiento del hombre ha sido tanto que ha pedido pruebas a Dios de que cumpliría su palabra. Sin embargo, siempre, hubo hombres y mujeres que se fiaron de la palabra de Dios y que no necesitaron pruebas. A este grupo pertenecen María y José: ellos son parte de ese «resto de Israel» que confían en las promesas de Dios.
Sólo desde una radical confianza en Dios se entiende el «sí radical» de María a la propuesta del ángel en la tierna escena de la Anunciación: «Serás Madre del Salvador. Y sólo desde la sencillez espiritual de un alma como la de José se comprende su papel en la historia de la salvación: aceptar a una madre y un hijo que no son de su carne, pero que los hace propios.
El Evangelio no muestra ese difícil momento en el que se cruzan las miradas de María y José pero podemos imaginarlo: sin papeles, incluso casi sin palabras ellos firman un pacto de fidelidad, entre sí y sobre todo para con Dios. Han sido escogidos para ser madre del Mesías y él, el sencillo José, el protector y guía de la Madre y el Hijo. Ante nuestra casi connatural desconfianza, Dios quiere ayudarnos y para que nos fiemos de Él y de su palabra dada, nos da una prueba, un signo en la figura de María: «una virgen concebirá un niño y su nombre será Emmanuel. El será el Salvador del mundo».
Ante el Belén familiar, contemplemos a los personajes centrales: la grandeza de Dios, hecho Niño; la fidelidad de María, convertida en Madre; la sencillez de José, convertido en privilegiado testigo del milagro. La aparente ingenuidad de un Belén es la imagen que certifica la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación. Imagen que vale más que mil palabras.
Un sentir popular, con raíces litúrgicas, llama a la Virgen con el título de Nuestra Señora de la O. Se recoge la primera palabra, palabra de admiración de la liturgia de estas fechas, que comenzaba sus oraciones con esta exclamación: ¡Oh sabiduría..! ¡Oh guía..! ¡Oh sol..! ¡Oh Emmanuel..! También nosotros nos sumamos a la admiración de María, a la admiración de la Iglesia y gritamos, contemplando el Belén: ¡Oh Salvador del mundo! Sumémonos nosotros a esta admiración y digámosle a María en este hermoso día de la Inmaculada: ¡Oh Virgen Inmaculada, Madre del Salvador y Madre nuestra!