Al tercer domingo de Adviento, popularmente se le denomina como el «Domingo de la Alegría». Su nombre viene de la segunda lectura en la que el apóstol Pablo recomienda a los fieles de Corinto: «estad siempre alegres». Recomendación que hoy se dirige a nosotros.
Pero, la alegría o surge de lo profundo del corazón o simplemente se convierte en una sonrisa forzada de cara a la galería. La alegría es la expresión de lo que acontece por dentro: un hombre alegre es el que manifiesta que en su interior, en la totalidad de su vida las cosas van bien, sus relaciones son buenas y su vida tiene la serenidad de vivir con sentido.
Juan el Bautista se nos presenta como un hombre que vive la vida con profundo sentido. Sabe bien por qué vive y para qué dedica sus esfuerzos. El Bautista recibió de Jesús el mayor piropo que se puede decir. Señalándolo dijo Jesús de él: «Es el mayor hombre nacido de mujer». Quizás respondía así el Señor al piropo que Juan le había dedicado, poco antes, señalándolo como «El Cordero que quita el pecado del mundo, el Mesías esperado».
Pero este intercambio de alabanzas no convierte a Juan en un engreído o un soberbio insoportable. Sino que lo afirma aún más en su misión: «Yo no soy el Mesías», dirá a aquellos que quieren convertirlo en bandera para sus intereses. «Yo soy simplemente una voz que clama en el desierto, y os grita: preparad el camino al Señor».
Y ante la insistencia del poder de convocatoria de su bautismo, el mismo profeta, revestido con la austeridad de una piel de camello, señalará: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, pero que existía antes que yo, y al que no soy digno de desatarle la correa de la sandalia. El os bautizará con Espíritu Santo». Nos convoca el profeta a una “espera llena de esperanza”: el Señor está al venir, se acerca nuestra salvación.
Juan sabe su sitio: señalar al que es verdaderamente importante, el Hijo de Dios. Y ésta es la base de toda humildad: cuando el hombre se compara con otros hombres surge el orgullo, la soberbia y la opresión; y entonces el egoísmo se señorea de las vidas y la violencia y la guerra sella la iniquidad humana. Pero cuando el hombre se compara con Dios, cuando mira la grandeza de Jesús, niño como nosotros, crucificado y resucitado por Dios, entonces el hombre se ve en lo que es: simplemente creatura entre las criaturas, hombre entre otros hombres, hermano entre sus hermanos. La humildad nos engrandece.
Hoy también podría dirigir Juan el Bautista su mensaje a nosotros: “en medio de vosotros hay uno que no conocéis…” Es el Mesías, el Señor que viene a salvarnos.
El Evangelio nos invita a ser nuevos profetas que señalemos la presencia salvadora de Dios entre nosotros.