«Cómo pasa el tiempo…» solemos decir casi quejándonos. Celebramos el último domingo del Año Litúrgico. Quizás se nos ha pasado el tiempo rápido o se nos ha hecho eterno… depende de cómo nos ha ido. La liturgia nos habla hoy de otro paso del tiempo: del fin del mundo. Las lecturas de hoy nos pueden dejar atónitos, en un silencio inquietante.
«Nadie sabe el día ni la hora», pero sí sabemos que hay un final de la vida y del mundo. Si sólo miramos el final del mundo o de los tiempos, desde nuestras cortas entendederas, podemos caer en una depresión que nos haga cerrarnos a la luz del porvenir y nos impulse a querer detener el tiempo en nuestras manos. Pero si miramos con los ojos de Dios y desentrañamos el mensaje del Evangelio de hoy, la esperanza será nuestra compañera de viaje: todo tiene un final… «Todo pasa», pero Jesucristo, que es el Rey del Universo, «permanece»: él es el Señor del tiempo, de la vida y la muerte, y nos prometió «vida eterna».
Este lenguaje de la realeza en Jesús, a veces mal comprendido, no pretende imponer un estilo de «estar entre nosotros como los reyes de este mundo». Se trata de reforzar una idea clave: sobre el mundo, sobre la vida y la muerte, hay alguien que domina: es Dios y su enviado Jesucristo. Porque como dice el libro del Apocalipsis: el Señor que viene es Alfa y Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso. Así lo confirma también el profeta Daniel: su poder es eterno y su reino no acabará.
Este poder real de Jesús, el Salvador del mundo, no es motivo de miedo o sumisión irracional sino causa de ilusión y esperanza gozosas. Con este mensaje comprendemos que hay algo más allá del caos o la destrucción, algo eterno que acepta los cambios pero que impide el olvido: Jesús, hombre como los hombres, Hijo de Dios, que reinando sobre el universo y la muerte, nos espera en un abrazo de vida eterna.
Este Rey divino pone de condición para ser convocado a entrar en su Reino, algo que hoy reclama el mundo a voces, caminar en la verdad: Todo el que es de la verdad, escucha mi voz. Las palabras de Dios no son voces anónimas, sino diálogos amorosos entre el Creador y su criatura, entre Dios Padre y sus hijos. Diálogo que llega a su cumbre en Cristo, Palabra de Dios hecha carne: Palabra de vida eterna.
Su palabra se convierte en juicio. Es el Juicio Final. La sentencia de un Juez Justo es siempre razonada y según verdad. Jesús explica el motivo de la justificación o la condena: quien ha amado, y ha visto el rostro de Dios en el pobre, será salvado por el Amor de Dios; quien no ha amado y vivió en egoísmo, buscó su propia condena.
¡Al final de la vida seremos examinados del amor!, dice el místico. Al final de todo, Dios se nos ofrece como su fuente generosa de salvación.