DESDE LA HORA DE LA CRUZ, TODOS TENEMOS UN NUEVO HOGAR. En aquel diálogo dramático que Jesús entabla con su Padre y con la humanidad entera en la Cruz, hay un momento de donación total: el Hijo en el umbral de la muerte, antes de volver al Padre, deja un presente, el mejor de los regalos, a sus hermanos los hombres.
Viendo la soledad de la Madre le consuela: «¡Ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26), le susurra señalando al discípulo amado. Y mirando el desvalimiento del Juan, el discípulo amado, le brinda la mejor de las compañías. Mirando al discípulo, y en él a todos nosotros, exclama: «¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,27). Y la escena concluye con un gesto solemne: «Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,27).
Miremos con los ojos del corazón esta escena: aquella «hora» es la hora del drama mayor de la humanidad, la hora de la muerte del mejor de los hombres, que entrega su vida para hacer la voluntad del Padre de salvar a aquellos que han traicionado su plan de salvación. Es la hora en la que Cristo quiere excusar nuestro comportamiento con un gesto de amor delicado: «Padre perdónalos ¡porque no saben lo que hacen!». Jesús ha encontrado la excusa que nunca es excusa; esa que con frecuencia hemos puesto nosotros cuando no tenemos otra: «yo no sabía, no me había dado cuenta…» Jesús conocedor del corazón humano, desde la compasión busca una explicación para un crimen tan horrendo. ¡Qué entrañas de misericordia! En aquella hora, en la que se desbordan los afectos y sentimientos: soledad, dolor, llanto; en aquella hora de la muerte y de la salvación, del dolor y de la gloria, el discípulo «recibe a María en su casa». La propia casa es el lugar físico en el que se vive, pero también indica el lugar de los afectos. Abrimos nuestra casa voluntariamente a alguien como huésped si previamente le hemos acogido con amor, sino es simplemente un visitante molesto que nos incita a medir el tiempo.
El Evangelio de Juan comienza con la historia de un rechazo de salvación por parte del hombre: «Vino a su casa, y los suyos no le recibieron»; y culmina en el vértice de la cruz con una acogida: «el discípulo la acogió en su casa». María sirve de puente para restaurar relaciones rotas entre el Hijo de Dios, engendrado en su vientre, y los hijos adoptivos engendrados a los pies de la Cruz.
Acoger a María en «mi casa» significa acogerla en la intimidad del corazón; hacerla partícipe de nuestra vivencia afectiva y pedirle humildemente que nos haga partícipes de sus propias vivencias. Ella que todo lo «guardaba y meditaba en su corazón», que pronunció pocas palabras en el Evangelio, vivió la riqueza de afectos y sentimientos hacia su Hijo, hacia el Padre, hacia el Espíritu, que ninguna otra criatura haya vivido. Ella supo saber de Dios y «saborear su Misterio».