Jesús ve próxima su vuelta al padre. Y con una mirada de cariño contempla a sus discípulos. Él los conoce bien y los ve más débiles que nunca, desvalidos; quizás, confusos entre sus afirmaciones y sus negaciones: sus «sí» valientes y sus «no» cobardes. Pero les ama, con el amor del Padre, con amor de amigo, a fondo perdido.
No quiere dejarlos solos, y ante su inminente vuelta a la casa del Padre les susurra: ¡no os dejaré huérfanos! Y les hace la promesa: Yo pediré a mi Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros. Y comienza la despedida. Uno a uno, mirándose a los ojos y trayendo al corazón la experiencia vivida.
Ellos, discípulos fieles pero débiles, estrechan su corazón con el corazón del Maestro, y abren aún más los ojos de la fe. Quieren entenderlo todo, pero les cuesta. De ahí, que el Maestro calme su ansiedad: Cuando venga el Espíritu, él os lo explicará todo. Se os abrirán definitivamente los ojos del corazón y vuestros sentidos verán la grandeza de Dios.
El Espíritu Santo es en nosotros signo de la plenitud a la que estamos llamados. El es el gran protagonista de la vida de la Iglesia. Somos bautizamos «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu», y recibimos la plenitud de la gracia en el Sacramento de la Confirmación, que nos hace cristianos adultos, sentados a la mesa de la Eucaristía.
En la sociedad del bienestar, en la que hoy vivimos, abundan los descontentos. Son muchos los que viven secretamente insatisfechos de sí mismos; muchos los que se atormentan con pensamientos negativos y frustrantes. Hombres y mujeres que viven la vida, tratando de ocultarla continuamente a sus propios ojos y a los de Dios. Existe mucho miedo escondido, y hay quien vive simplemente «tirando de la vida», insatisfecho y evadido en la mediocridad. Y esto atenta contra el deseo de Dios, que nos pide una vida ¡en plenitud!
Los hombres y mujeres de después de la pandemia, necesitamos escuchar de nuevo las palabras de aliento de Jesús, antes de su vuelta al Padre: No estáis solos. Tenéis al mejor defensor: El Espíritu Santo. Él es quien va guiando la Iglesia, el que va conduciendo nuestra vida, y si nos dejamos llevar por el Espíritu, experimentaremos que la tristeza, la mentira, la insatisfacción y el pecado se van lentamente transformando en gozo, luz interior, reconciliación y acción de gracias, en el encuentro jubiloso y personal con Jesucristo.
El Espíritu del Señor ha hecho proclamar a María el Cántico más bello de la Biblia, el Magnificat, en el que la doncella de Nazaret proclama las maravillas del Señor. El Espíritu Santo renueva nuestros corazones y nos hace llamar a Dios: Abba ¡Padre! Y, como nos dice san Pedro en su carta, nos impulsa a ser misioneros en nuestro mundo: nos alienta a dar razón de nuestra esperanza con delicadeza y con respeto.
Ante tanta soledad, qué hermoso mensaje de Jesús: ¡nadie es huérfano!
Alfonso Crespo Hidalgo