Hemos contemplado a lo largo de estos días al Niño Dios y de pronto el evangelio nos lo muestra como adulto. Juan el Bautista está predicando en la orilla del Jordán. El profeta anuncia que el Reino de Dios está al llegar, que el Mesías Salvador está ya en medio de su pueblo. A lo lejos, se acerca, confundido entre la multitud, Jesús de Nazaret. Aparentemente, es un penitente más que acude a recibir el Bautismo de agua que administra el Bautista. El Maestro se acerca a ser bautizado por el discípulo. Dios infinito hinca sus rodillas ante el profeta Juan. No cabe más abajamiento del Hijo de Dios, para acercarse al hombre.
Pero de pronto, un hecho excepcional convierte en única aquella escena. Una voz que viene del cielo sorprende a los atónitos espectadores que asisten en el Jordán al encuentro entre dos grandes profetas: Jesús y Juan el Bautista. Dios irrumpe señalando a aquel hombre anónimo como su propio Hijo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.
El Bautismo de Jesús es una figura y anticipo del Bautismo cristiano. Juan lo dirá en alta voz: Yo os bautizo con agua, para la conversión del pecado. Pero el Maestro os bautizará con Espíritu Santo. Y desde entonces todos los hombres, sin distinción de raza ni patria son llamados al Bautismo. Y desde entonces la Iglesia abre la fuente del único Bautismo que se derrama en manantiales de gracia para todos los pueblos. Por nuestro Bautismo, como aprendimos en el Catecismo «llegamos a ser hijos de Dios y miembros de su Iglesia». El Bautismo nos hace familia de Dios.
En la ceremonia de nuestro bautismo fuimos sellados con el Santo Crisma: oleo con perfume de nardo, que se consagra el Jueves Santo, y con el que se signan a los bautizados, en la parte de atrás de su cabeza -en la «crisma», de ahí su nombre- ; a los confirmados, en la frente; a los sacerdotes y obispos, en las manos; y a los altares mayores, en la piedra sobre la que se celebrará la Eucaristía. Todo bautizado es un «crismado», pertenece a Cristo, ha sido adoptado como hijo de Dios. Es la mayor dignidad que puede recibir un ser humano.
Nuestro Bautismo es un «segundo nacimiento», nos da un nombre y una nueva identidad. A los que hemos sido engendrados a la vida por medio del amor de nuestros padres, las aguas del Bautismo nos vuelven a engendrar, comunicándonos la vida divina. No sólo compartimos la naturaleza de nuestros padres: somos sus hijos; sino que el Bautismo nos hace hijos de Dios: somos familia de Dios. Es el Espíritu Santo el que en cada bautizo se presenta como padrino excepcional y susurra a cada bautizado: «tú también eres hijo amado y predilecto de Dios». Es el mayor título de un hombre: «ser hijo de Dios». El Bautismo es una semilla de gracia sembrada en el corazón de cada cristiano, que necesita ser regada con la tarea de la propia fidelidad. Ser hijos de Dios, apadrinados por el Espíritu, requiere vivir una vida digna de nuestra condición de cristianos. No olvidemos que estamos bautizados… Procuremos conservar la gracia y ¡no rompernos la crisma!
Alfonso Crespo Hidalgo