Escucha la voz del Señor, tu Dios, escuchando sus preceptos… Esta es la recomendación del Deuteronomio, en la primera lectura de hoy. E insiste: vuelve al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma. Es una consigna amable, como una bocanada de aire fresco que penetra por la ventana abierta, en estas mañanas veraniegas, que discurren entre el bullicio de las personas que corren buscando cada cual su afán y sin tiempo para fijarnos en lo que nos rodea, en ese marco maravilloso en el que los hombres escribimos nuestra historia.
Pero la naturaleza, el entorno creado por Dios, está ahí, casi siempre muda para nuestros oídos que con tantas ocupaciones no oyen su canto sino que simplemente contamos con ella nada más que para exprimirla en exceso. A veces la naturaleza se rebela y en forma de catástrofe nos obliga a reconocer que nos hemos pasado.
Detenerse a reconocer la obra de Dios nos abriría los sentidos; primero, para ver la grandeza y el amor que Dios nos tiene al poner al servicio del hombre tanta posibilidad; segundo, para saber racionalizar esa fuente de recursos para que siga ayudando a los seres humanos de generación en generación; y tercero, seguramente caeríamos en la cuenta de que dentro de la Creación, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, diferenciándolo del resto de lo creado.
Si de la naturaleza el hombre abusa, de sus hermanos, no se queda atrás; y es que el ritmo actual no deja tiempo para la reflexión íntima, para el encuentro con el Señor, para reconocer que nos apartamos de los preceptos transmitidos por Dios a Moisés. Si quisiéramos recapacitar, nos estaríamos acercando a la conversión y serían punto de mira otros valores distintos y actuaríamos con nuestros semejantes conforme nos enseña Jesús en el Evangelio.
En el evangelio de hoy, un maestro de la ley, pregunta a Jesús: Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?, Jesús respondió recitando los mandamientos esenciales: amar a Dios y al prójimo. Y el otro insistió con otra pregunta, queriendo mostrar su saber: ¿Y quién es mi prójimo? El Maestro respondió con una hermosa parábola, la del buen samaritano, que nos enseña a amar de una forma desinteresada, solidaria, sensibles con los problemas de los demás.
Ser «buen samaritano» para los demás, nos llena de sano orgulloso y nos colma de gratificación, porque lo que damos lo recibimos con creces. Pero ser conscientes, también, que Jesús es «buen samaritano» para cada uno de nosotros nos llena de paz y sosiego.
En este tiempo de ambiente vacacional, todos estamos llamados a hacernos la pregunta: «¿Cómo heredar la vida eterna? Y responder en nuestra vida con la enseñanza del Maestro: un amor desinteresado y trascendente a Dios, como él se merece, y que se derramada en un amor desinteresado al hermano que me necesita.
Alfonso Crespo Hidalgo