El Adviento es tiempo de conversión, tiempo de preparar los caminos para que se acerque el advenimiento del Reino. Sólo Dios puede desenmascarar nuestro autoengaño y arrancarnos de nuestra mentira. El primer paso de la conversión es sentirse juzgado por Dios. Lo que puede haber de decisión personal para cambiar, está movido por la acción previa de la iniciativa de Dios.
Vivimos en el pozo de la autocomplacencia y el pecado, y cada atardecer Dios se asoma al brocal de su generosidad infinita y nos pide que salgamos a la luz, para caminar como hijos de la luz. Andamos por el desierto del egoísmo, y el hombre que ha sido capaz de abrir caminos por el mar, el aire y las profundidades de la tierra, se ha sumido en el túnel de su propia negación. El hombre entristecido arranca del profeta un clamor: «Dios grita: Consolad, consolad, a mi pueblo, decid al corazón de Jerusalén que se le acaba el plazo para expiar su pecado….»
Pero no son palabras de terror, sino de aviso paternal, ya que el que viene se presenta como «pastor que reúne al rebaño, acogiendo sobre sus hombros a los corderillos más débiles». Es un Dios, del que San Pedro dice -y habla por propia experiencia- «que tiene mucha paciencia con nosotros porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan y se salven».
Hay que preparar, pues los caminos del Señor. Por eso el Evangelio de Marcos comienza diciendo, con palabras del viejo profeta: «Yo envío mi mensajero delante de ti para preparar el camino». El Bautista se convierte así en embajador del Mesías, en eco prolongado de la Buena Noticia que se avecina.
La figura de Juan, aquel que saltó de gozo en el vientre de Isabel cuando escuchó la voz de María la Madre del Señor, anda ahora saltando por los caminos, allanando valles, rebajando montañas, y anunciando: «¡Convertíos, porque detrás de mí viene uno al que no soy digno ni de desatarle las sandalias…! Yo os bautizo ahora con agua, pero El os bautizará con Espíritu»: el agua limpia el corazón, pero el Espíritu transforma el corazón de piedra en corazón de carne y hace de los hombres «hijos de Dios».
Cada cristiano es también un Juan Bautista en su entorno: familia, trabajo, amigos. Y somos eco de la Buena Noticia: gritamos que el Señor viene a salvarnos, y no conviene distraernos y abusar de su infinita paciencia.