La fidelidad es un valor a la baja. Parece ser que vivimos un mundo donde no importa cambiar de opinión con frecuencia, romper compromisos y olvidar promesas. Hoy más que nunca: «Las palabras se las lleva el viento».
Sin embargo, como dice un filósofo «un hombre es lo que es su palabra». Incluso echamos de menos esa fidelidad a la palabra dada, de honda tradición, cuando los tratos se firmaban con un simple apretón de manos y un vaso de vino.
El mensaje de las lecturas de hoy es un mensaje de fidelidad: Dios es fiel a su palabra, pronunciada al inicio de los tiempos, cuando prometió que enviará un Mesías, un Salvador para los hombres.
Es la historia de la Alianza establecida entre Dios y su pueblo: fidelidad de Dios, que reclama fidelidad humana. La primera lectura nos presenta a la Ley de Dios, la Palabra de Dios, como el testigo fiel de esa alianza. Por eso, la Ley y la Palabra de Dios presidió las asambleas del pueblo de Israel y preside nuestras Eucaristías. La Palabra de Dios es testigo y reclamo de fidelidad.
El Evangelio de Lucas, que hoy proclamamos, es una bella página de esa fidelidad de Dios al hombre: nos anuncia que se ha cumplido la promesa, que el Mesías y Salvador anunciado por los profetas ya está en medio de nosotros. Y a continuación nos presenta a Jesucristo como el Mesías ansiado y esperado.
El relato es grandioso y se reviste de cierta teatralidad. Contemplemos la escena: Jesús entra en la sinagoga, la escuela de la Palabra de Dios, y proclama el texto del profeta Isaías donde se describe la misión salvadora del Mesías: será alguien ungido por Dios, enviado a dar la Buena Noticia a los pobres, que anuncia la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos; alguien que pregona un tiempo de gracia y perdón para todo el género humano. Esto es, alguien que hará nuevas todas las cosas y creará un «hombre nuevo».
Ante la expectación suscitada por este anuncio, ante un pueblo atónito Jesús certifica: «Hoy se cumple esta Palabra que acabáis de oír». Jesús se presenta como el Mesías esperado, como el Salvador deseado, como cumplimiento definitivo de la Palabra de Dios. Se inaugura el Reino de Dios entre nosotros: Reino donde cada uno será un miembro vivo de un cuerpo, la Iglesia, al que pertenecemos todos y del que Cristo es la cabeza.
Ante la fidelidad de Dios a su promesa, hoy sólo nos cabe estallar de gozo, y proclamar con el salmista: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida».