Con nuestra mentalidad del siglo XXI, casi nos suena a leyenda oriental. El Evangelio narra que una estrella revela a unos Magos una extraña noticia: «¡Ha nacido el Salvador!». Luego, la piedad popular ha completado la escena. Los Magos son tres: uno blanco, otro amarillo y otro negro ¡Qué colorido! Es el resumen de las razas humanas. Todas, ya desde el inicio están invitados a contemplar al recién nacido Hijo de Dios, al Mesías Salvador.
Los Magos, con su adoración solemne y grandes honores, descubren al Dios que se esconde en el Niño Jesús. A ellos se ha manifestado primero el Señor, pero ellos mismos son ya una manifestación de Cristo Salvador «a todos los hombres, de todas las razas». Estos Mayos, reyes con poder y dinero, no se asombran ante el cuadro encontrado: una mujer con un Niño, y de cuna un pesebre. Ellos superando leguas de desierto y tiranos como Herodes, superan sus propios criterios y quedan rendidos ante el pobre Niño de Belén. En representación de todos los que a lo largo de los tiempos buscarán al Señor, ellos le adoran admirados: es el asombro de la fe. Y también por causa de su fe, comenzarán a ser perseguidos.
Dios no puede ocultarse y brilla más que todas las estrellas. Y también nos regala a cada uno destellos de su amor, en una estrella que nos guía a través de la noche de los sentidos a la claridad de la aurora de la fe. Dios no deja a nadie sin su Epifanía, sin su manifestación, con signos como estrellas, que son como besos divinos. Pero el problema del hombre de hoy es levantar la mirada al cielo y saber descubrir entre las estrellas el camino hacia Dios. La Navidad es como un dedo que nos señala la estrella que nos anuncia el Nacimiento del Salvador, pero a veces la idiotez humana en ver de admirar la estrella se queda mirando el dedo.
Los Reyes, con la «magia de su fe», abrieron el cofre de su agradecimiento y le ofrecen al Niño: «oro, incienso y mirra». Y esto nos desorienta. Siempre hemos pensado que el oro es para amontonarlo y estamos acostumbrados a ver correr a la gente detrás de él, y nunca se nos ocurrió que alguien pudiera correr detrás de una estrella para depositar todo el oro que se tiene a los pies de un Niño pobre, recostado entre pajas. El incienso, que suena a divino, es sólo ofrenda para Dios, pero a veces lo convertimos en droga que se nos sube a la cabeza y bajo su efecto empezamos a ver a todos como si fueran pigmeos. No se puede absorber el incienso, ni se puede echar a los demás, porque les sucedería lo mismo. El incienso hay que depositarlo, como olor agradable, sólo a los pies de Dios. También le ofrecieron mirra, un perfume oriental que significa fiesta y alegría. La alegría que tuvieron al ver la estrella por primera vez, y la alegría que les invadió cuando volvió a aparecer sobre ellos después de la visita a Herodes. Se necesita la alegría en el camino de la vida. Con poco oro se puede vivir, el incienso es un lujo, pero la alegría es un artículo de primera necesidad. Los Magos la comparten y la ofrecen.
Cada uno de nosotros estamos llamados a manifestar a Dios al mundo. Aunque seamos poca cosa: ¡más vale encender una cerilla que renegar de la oscuridad! ¡Ojalá que a todos nos guíe en la vida una «buena estrella»!