«Ver para creer», es uno de los slogans de nuestro tiempo: sólo acepto con mi razón lo que tocan mis manos. Pero esto de «ver para creer» es ya una vieja historia. Incluso este dicho está arrancado al Evangelio. Recordémoslo.
Jesús ha muerto. Y los discípulos desconcertados se recluyen en un recinto cerrado a cal y canto, como señala el evangelio: por miedo a los judíos. De pronto la tranquilidad de la casa se ve rota por la presencia de Jesús, que rompe el silencio con un saludo familiar: La paz sea con vosotros. Y les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría.
Pero en aquella primera cita del Resucitado con sus discípulos faltaba Tomás, apodado «el Mellizo«, uno de los Doce. Le cuentan los demás: ¡Hemos visto al Señor! La extrañeza de Tomás, el discípulo ausente se convierte en duda, y con frialdad, exclama: ¡Si no meto mi mano en la herida de su costado no lo creeré! Una versión de «¡ver para creer!»
El discípulo ha lanzado el desafío. Pero el Maestro recoge el guante. A los ocho días, estando de nuevo reunidos, y esta vez sí estaba el incrédulo Tomás, de nuevo se repite la escena: La paz esté con vosotros, saluda el Maestro. Ahora la alegría se desborda en los discípulos. Tomás seguramente se llena de estupor. Y Jesús con delicadeza coge la mano del incrédulo y la mete en la herida de su costado. Y junto al gesto, la exhortación: ¡No seas incrédulo, sino creyente!
Tomás, mirando fijamente al Maestro, se ruboriza y uniendo sus manos en el propio pecho, exclama con la voz de la mente y corazón: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús, acoge el gesto de fe del discípulo desconfiado. Pero también lanza un desafío: Porque has visto, has creído; ¡dichosos aquellos que sin ver creen!
El cristiano de hoy, discípulo de Jesús es también seguidor de Tomás. Como el rezagado apóstol, quiere «ver para creer»: tocar para impulsar su esperanza, volver a ver el rostro del amigo para activar su amor y su perdón. Desde la lógica de la razón nos podemos empeñar en querer meter el dedo en las llagas del resucitado para creer, en vez de formar parte de grupo de «los bienaventurados que sin ver creen».
La infinita paciencia del Maestro, sigue esperando en el Cenáculo de la Iglesia para coger de nuevo la mano incrédula de cada uno de nosotros y poner en nuestros labios las palabras amigas: ¡Señor mío y Dios mío!
Es posible que yo pertenezca al grupo de los que llegan tarde a la cita con el Resucitado. Mis dudas han podido paralizar mis pasos. Pero aún estoy a tiempo: en la orilla del amor me espera el Maestro para que meta mi mano en la llaga de su amor y confiese con fe: «¡Señor mío y Dios mío!»
¡Gracias, Señor, por tu espera!
Alfonso Crespo Hidalgo