“A Belén, pastores…” El canto popular ha inundado nuestras celebraciones. Aquellos sencillos hombres fueron testigos asombrados del mayor de los milagros. Ellos contemplaron, los primeros, con asombro el “primer portal de Belén”: encontraron al Niño en el pesebre, con María y José.
De un imaginario Diario de María, podríamos entrever la escena. Imaginemos que la Virgen nos lo cuenta; estas podrían ser sus palabras:
“Reposando en aquel pesebre, sentí que llegaba la hora, sentí los dolores hasta las lágrimas, pero sentí la alegría hasta las lágrimas. Y sentí como si la humanidad, como si la tierra entera estuviera de parto. El nacimiento fue más fácil de los esperado. Enseguida tuve al niño en los brazos, y le susurre la primera de las nanas: ¡Duérmete mi Dios, mi tesoro divino..! José callaba atónico, embobado contemplando el Misterio. Y el establo se nos convirtió en el mejor palacio de la tierra, yo diría que en el mejor de los templos.
El niño lloraba como todos los niños, pero yo pensaba que sus lágrimas lavaban el mundo. José y yo también llorábamos, pero de emoción y de amor. Lo amábamos con toda nuestra alma, como a nuestro hijo y como a algo divino. Casi no nos atrevíamos a besarlo. El nos atraía con una fuerza misteriosa que nos hacía casi caer de rodillas. Nos parecía que Dios, en verdad, nos había visitado y se quedaba con nosotros: Emmanuel.
Cuando yo cogía al niño, me parecía que Dios penetraba intensamente en mí. Y después, cuando el niño dejó de llorar, sentimos que una paz indecible llenaba la tierra. ¡Ah! y tanto a mí como a José nos dijeron el nombre escogido para él, un nombre precioso: Jesús, el más bonito y apropiado para él, que sería como un Dios salvador. Después vinieron los pastores, que contaban cosas admirables. Yo les oía embelesada y guardaba sus palabras en mi corazón. Agradecimos, naturalmente, su presencia y su ayuda: sus regalos, sencillos y con aroma a pueblo, eran un tesoro.
Pido a mi hijo que en esta Navidad os haga sentir su paz y su alegría. Si os habéis reunido en familia para celebrar el Nacimiento, mantened este clima de amor y de paz; donde hay amor y unidad, hay también siempre Navidad. Navidad puede ser todo el año, allí donde vivimos en el amor de Dios.
Por eso, que la familia se abra a los demás, que os sintáis todos como una sola familia. Y si queréis saber, de verdad, lo que se siente cuando se lleva a Dios dentro, lo más parecido en la tierra es la comunión y la compasión. No hace falta que os lo diga: si comulgáis con amor o si comulgáis en el dolor, es como si acogierais a Dios en vuestras entrañas. Vosotros podéis también sentir a mi Hijo, el Hijo de Dios muy dentro, cuando comulgáis en la mesa de la Eucaristía: ¡celebradla, disfrutadla, es un regalo de Dios!
A nosotros, sólo nos queda decir en silencio: Gracias María, Madre de Dios y Madre nuestra.