La escena es profundamente humana. Jesús, que pasa un tiempo en el desierto, sufre la tentación. El mismo Hijo de Dios, se somete a la realidad existencial de la posibilidad de hacer el bien o el mal, de buscar lo que agrada a su Padre Dios o lo que apetece al propio egoísmo. Jesús es tentado por el demonio.
Con frecuencia confundimos el pecado con la tentación. Creemos que es un todo indisoluble. Pensamos que a la tentación no hay más salida que el pecado. Pero no es así porque la tentación, que es sólo un asalto, puede ser vencida en el combate final.
Las tentaciones, van con nosotros y nos asaltan a lo largo de nuestra vida. Unas veces nos sentimos fuertemente recompensados cuando nos presentamos ante Dios para darle las gracias por la tentación vencida: conseguimos armonizar nuestra vida con nuestra calidad de creyentes y rehuimos la tentación y evitamos el pecado. Otras, sucumbimos a la tentación y nos presentamos ante el Señor con humildad: Miserere mei… «Misericordia, Señor, he pecado contra Ti». Y ante El imploramos su perdón. Es nuestra historia.
No podemos soñar un mundo sin pecado, mientras vivamos en nuestra carne mortal. Y por tanto no es posible evitar las tentaciones. Nos asaltan por doquier. El mismo Jesús se nos muestra en el Evangelio de hoy como ejemplo de un hombre tentado por el demonio: Jesús, quiso parecerse en todo a nosotros menos en el pecado.
La inteligencia y sagacidad del demonio nos deja tres tentaciones tipo: Jesús es tentado por el poder (dominar la tierra), por el dinero (tener y poseer), por el prestigio (ser admirado por todos). Son tentaciones «muy humanas», por frecuentes. También son presentadas al Hijo de Dios, camufladas de bien como todas las tentaciones. El Maestro, nos deja la enseñanza hecha vida: Jesús nos muestra la posibilidad de vencer y salir triunfante, nos indica el camino para nuestra victoria. Así, nos lo recuerda San Pablo: «si por el pecado de uno, Adán, entró la muerte en la vida, por la gracia de otro, Jesucristo, la muerte fue vencida».
La tentación se vence cuando en nuestro corazón habita el Señor, cuando dialogamos con él como con un amigo. Pecamos contra Alguien y cuesta pecar más cuando ese Alguien tiene rostro concreto y lo sentimos dentro de nosotros. Por eso, Jesús se muestra venciendo la tentación en el marco del desierto, lugar privilegiado de encuentro con Dios, de oración amiga con el Padre. La gracia de Dios es más fuerte que el pecado.
«Acompáñame, Señor, en la tribulación», exclama el Salmo 90. Hoy lo recitaremos en la Misa. Este grito, refleja al hombre, indefenso, postrado ante la omnipotencia del amor de Dios, pidiendo clemencia y perdón.
Alfonso Crespo Hidalgo