Estamos ante una nueva página del Evangelio que nos muestra una dimensión muchas veces olvidada en la pedagogía: hablar con claridad y exigir con firmeza. Jesús es radical en su pedagogía, porque es radical el principio que la sustenta: el amor a Dios y al prójimo; principio pedagógico del Mensaje de salvación que Jesús sintetizaba en el evangelio del domingo pasado: «los mandamientos se cierran en dos: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, y al prójimo como a ti mismo».
Hoy, Jesús denuncia con energía: «hay jefes y maestros hipócritas, que exigen a los demás lo que ellos no hacen». Además se enseñorean ante sus súbditos o aprendices con la hipocresía del inteligente: disimula los propios defectos camuflándolos con una actitud de falso servicio: «se sientan en la cátedra de Moisés, se hacen llamar padres, maestros y señores, y echan fardos pesados de leyes en las espaldas de los demás, que ellos no cumplen«.
Jesús proclama: «no sea así entre vosotros: a nadie llaméis maestro, a nadie llaméis padre, a nadie llaméis jefe: sólo Dios es Maestro, Padre y Jefe«. Y sentencia de forma definitiva: «entre vosotros, el que quiera ser el mayor, que sea vuestro servidor».
El Reino de Dios inaugura un nuevo tipo de relaciones. En nuestras relaciones con Dios, somos hijos, discípulos, servidores del Reino. Y surge así un nuevo estilo de convivencia humana realmente revolucionario: en el Reino de Dios todos somos hermanos; nuestras relaciones no son medidas por el poder, sino por el servicio, no se basan en la dignidad del cargo sino en la grandeza del Bautismo que nos convierte en hermanos; ni se apoyan en la inteligencia que desprecia al sencillo sino en la grandeza del servicio, siendo cooperadores en la obra creadora de Dios para bien de todos.
En el fondo es una cuestión de sinceridad consigo mismo: como dice S. Pablo: «si somos hijos de Dios, actuemos como tales», pareciéndonos en todo a Aquel que es nuestro Modelo. Jesús se humilló y fue exaltado; siendo Dios, supremo Maestro, quiso enseñar con la sencillez de las palabras humanas; siendo Señor de todos se hizo uno de tantos en el servicio hasta la muerte; y vivió como Hijo, dirigiéndose constantemente a Dios, en la intimidad y en público, haciendo de toda su vida un diálogo fecundo con el Padre.
Hoy, más que nunca el cristiano tiene que vivir en su vida la coherencia con el evangelio: «servir como signo de amor». Incluso hasta dar la vida por los demás. Así lo hizo el Maestro a quien seguimos, el Señor a quien amamos. El testimonio es la mejor manera de evangelizar.