Es un refrán popular: ¡Nadie puede servir a dos señores! En el mundo actual, frente al desarrollo, al progreso, a la elevación del nivel de vida y al aumento de la renta per capita en un sector minoritario de la población mundial y también en un sector aunque sea numeroso de nuestra propia sociedad, se ocultan un conjunto numeroso de pobres y subdesarrollados económica y culturalmente, como resultado de la injusticia y de la avaricia humana.
Esta situación la ha denunciado la Iglesia en su magisterio conciliar y en la enseñanza pontificia de los Papas, constituyendo lo que se denomina Doctrina Social de la Iglesia. Ella es como un eco de la palabra de Dios que, de forma bien estructurada y técnica, interpela a las leyes económicas universales y, sobre todo, exige una respuesta adecuada de los cristianos.
Sin embargo la fuerza del dinero, el abuso del poder económico, las especulaciones abusivas (del sueldo, de las viviendas, de los precios), el despilfarro y el lujo insultantes y ofensivos, «claman al cielo». Y el clamor se hace desgarrador cuando los causantes, los cómplices y cuantos silencian estas situaciones dicen ser cristianos, discípulos y seguidores comprometidos de Jesús. La palabra de Dios nos obliga, también hoy, a descubrir en nuestra propia vida, individual y social, cualquier situación de injusticia.
Las causas suelen ser siempre las mismas: la ambición, el egoísmo, el ideal de enriquecerse a costa del prójimo, materialismo, confort sin límite, lujo desorbitado, la presunción y la vanidad… El culto al dios-dinero, lleva a la negación del Dios-verdadero, que inspira las relaciones de amor y compromiso por el prójimo, especialmente por el más necesitado.
Nadie puede servir a dos señores: servir a Dios y al dinero es un deseo imposible, que con frecuencia nos lleva al autoengaño, buscando justificaciones que alivien la conciencia. Ciertamente es necesario utilizar el dinero como un medio imprescindible, es prudente tener una reserva pos si acaso… Pero no podemos esclavizarnos, adorándolo como un ídolo que nos vacía por dentro, encerrándonos en unas relaciones de puro mercantilismo: vales lo que tienes…
El creyente es quien acepta que Dios es el único Absoluto, que sobre Él nada puede ponerse. Y el cristiano, descubre que este Dios no es un ser lejano, sino inclinado profundamente sobre sus criaturas, cercano y cariñoso. Dios nos indica que todo está en función de sus hijos. Que sólo El es Dios, y que el dinero y el poder son medios humanos para hacer de cada hombre un hermano y de cada situación una casa de convivencia. ¡Qué hermoso es el mensaje cristiano… aunque vaya contracorriente!
Alfonso Crespo Hidalgo