La Iglesia, cuando aún está vivo en nuestra retina el retrato de un Misterio grandioso, el nacimiento del Mesías Salvador, el Hijo de Dios, nos coloca ante nuestros ojos el mejor marco para su contemplación: El Hijo de Dios nace en una Familia.
Dios quiere unir estas dos escenas para darnos a entender que no es posible el nacimiento de un niño sin una familia que lo acoja, porque no se entiende un hijo sin padres. Por eso hoy, DÍA DE LA SAGRADA FAMILIA, podemos decir que se contemplan al completo las figuras del tradicional Belén. Si la noche de Navidad el centro era el NIÑO, hoy el retrato divino es un «retrato de familia»: María, José y el Niño Dios.
La familia de Nazaret aparentemente era una familia cualquiera. Desde la sencillez de un trabajador enraizado en su pueblo, José ejercía la autoridad paterna con la conciencia de su misión al servicio de la Historia de la Salvación: esposo y compañero de una mujer excepcional y responsable del cuidado del Hijo de Dios.
María asistía entre el asombro y la fe al devenir de los años ocultos de Nazaret: el Anuncio del ángel se hizo realidad y la sencilla doncella se convirtió en la Madre del Salvador. Creyente y Madre, primera discípula, tendrá en su regazo al Hijo de Dios, pero pronto se pondrá a sus pies para escuchar al Maestro, con «orgullo de Madre»: «Es mi Hijo, escuchadle».
Y el Hijo, Jesús, «iba creciendo en sabiduría, en estatura y la gracia de Dios lo acompañaba». Se trata de un niño normal de una familia normal, que cumple las tradiciones de su pueblo. Un joven que sorprenderá a propios y extraños cuando irrumpa en la vida pública llevando un Mensaje ansiado por el pueblo judío y deseado por todos los hombres de buena voluntad.
Nazaret es un canto a la sencillez de una familia excepcional. El amor de Dios derramado en benevolencia del hombre se hace Hombre, Hijo de Dios. El amor de Dios cultivado en el corazón y el vientre de un mujer que dijo «sí» a Dios, aunque no comprendía. El amor de Dios acogido en la grandeza de un hombre sencillo, José, que sabe estar en el segundo plano de la historia.
Aparentemente, nada de excepcional en esta familia. Solamente lo que debería ser normal en toda familia: el amor como centro y motivo único.
Cada cristiano vive en familia según la sangre y «forma familia en la fe», porque «Dios nos ha tenido tal amor que nos llama hijos suyos, ¡y lo somos!».