Jesús camina entre polémicas. La muchedumbre que le sigue no le deja ni comer, dice el Evangelio. Y puntualiza: su familia vino a por él, porque se decía que estaba fuera de sí. Ya desde el principio, no fue fácil la vida pública de Jesús, su predicación provoca divisiones entre quienes le escuchan. Incluso, algunos escribas y fariseos decían: Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios. El Maestro, con calma, invita a sus detractores a que reflexionen y les propone una parábola: Un reino dividido no puede subsistir, ¿cómo va a echar Satanás a Satanás?
Jesús reivindica el por qué y para qué de su vida y ministerio: él actúa siempre haciendo la voluntad de su Padre Dios y el objetivo último de todo lo que hace es la salvación del hombre, o lo que es lo mismo: liberarlo de la influencia del demonio; ¿cómo va, pues, a actuar en su nombre? Y advierte que el pecado más grande es precisamente acusarle de que está en complicidad con el mal, representado por el poder de Satanás.
En medio de esta discusión, se presenta su familia: su madre y sus hermanos, esto es: sus parientes cercanos. Le advierten de su presencia y el Maestro aprovecha para dejarnos otra enseñanza: mirando a los que estaban alrededor, dice: estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Ante la acusación de los fariseos de que está conchabado con el demonio, Jesús presenta una muchedumbre de seguidores que acreditan sus buenas obras y con los que va construyendo una nueva familia. ¡Cómo va a engañar a los que más quiere?
No es un desdén a su familia natural: su madre y sus parientes cercanos, a los que se llama hermanos y hermanas; se trata del anuncio de una nueva familia que no depende de los lazos de la sangre, sino del vínculo de la fe: una familia unida y reunida junto a él, germen de la misma iglesia. Una familia de la que reclama unidad y comunión, con él y entre ellos mismos, porque un reino dividido no puede subsistir y va a la perdición.
En la página de la carta a los corintios, que hemos proclamado hoy, san Pablo nos deja una enseñanza de gran actualidad: ante el excesivo culto a la apariencia exterior, a la imagen del propio cuerpo y la pasión por vivir el presente y la angustia del paso de los años, el apóstol reivindica el cuidado del interior y la serenidad ante la llegada del final: no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno… si se destruye nuestra morada terrena, tenemos una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos… La esperanza nos ayuda a pasar de la angustia de contemplar el deterioro de nuestro propio cuerpo a la aceptación serena de que hay un futuro siempre joven y eterno.
Tuit de la semana: Aceptar la pluralidad, fortalece la comunión en la Iglesia y crea espíritu de familia. El orgullo genera divisiones ¿En mis actuaciones, busco la comunión?
Alfonso Crespo Hidalgo