El Mensaje de Jesús fue calando lentamente en el corazón y la razón de sus seguidores. Los discípulos se fueron adentrando poco a poco en la doctrina del Maestro. En las largas conversaciones con él, en los profundos diálogos de la intimidad, huyendo del gentío, en los atardeceres a las orillas del lago de Galilea, Jesús les cuenta su misión, les explica sus enseñanzas y les entusiasma con la venida del Reino de Dios.
Para ser discípulo hace falta querer aprender. Los apóstoles eran personas ávidas de saber: profundizaron en la persona de Jesús hasta descubrir que el hombre que tenían delante y que les acompañaba por los caminos polvorientos, el hombre que sentía hambre y sed, que gozó de la amistad y lloró ante Lázaro, ese hombre era el Hijo de Dios. Esta experiencia la harán confidencia: hablarán de ella, se convertirán en los primeros testigos del gran acontecimiento de la Resurrección. El discípulo siempre se convierte en misionero.
Pero, hay quienes que se acercan a Jesús no con ánimo de aprender, sino con el deseo de demostrar todo lo que saben: son los fariseos y saduceos, gente docta pero cerrada al mensaje de salvación que predica Jesús. Ellos, también esperan al Mesías, pero no le reconocen en Jesús.
Estos «sabelotodo», se acercan al Maestro y le lanzan una pregunta, con el deseo de ponerlo a prueba: ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley? Jesús responde proclamando dos mandamientos: Les dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. Hasta aquí, fácil. Ya lo sabían ellos. Pero les lanza otro mandamiento que les sorprende: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. ¡Ya se complica la cosa!
Esta respuesta del Maestro nos deja varias enseñanzas. La primera es clara: el amor es el soporte fundamental de la nueva doctrina que predica Jesús. Pero no un amor cualquiera; hay que amar a Dios con un estilo claro y sincero: con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Jesús mismo se convertirá en modelo de amor al Padre: hay que amar como hijos.
La segunda enseñanza, es una consecuencia de la anterior: no se puede amar a Dios y olvidar a sus hijos, a nuestros hermanos. El amor a Dios se hace patente cuando amamos en el día a día a los hermanos. Y hay que amarlos con una medida: como nos gustaría que nos amaran a nosotros; esto es, sin exigencia de reciprocidad, a fondo perdido.
Y concluye Jesús: estos dos mandamientos sostienen la Ley y los profetas. Esta maravillosa síntesis se convierte en lema y meta del cristiano, y en norma ética para cualquier hombre o mujer de buena voluntad.
El místico y poeta san Juan de la Cruz nos deja un sabio pensamiento que se ha convertido en viral: «Al final de la vida seremos examinados del amor». Si sabemos la pregunta del examen, ¡preparemos la respuesta!
Alfonso Crespo Hidalgo