«Envejecer es irremediable, madurar es optativo». Esta sabia sentencia enmarca la enseñanza del evangelio de hoy. Todos caminamos en la vida, pero estamos invitados a madurar en ella. La perfección del hombre es concebida como una superación, un progreso, una maduración. Perfeccionarse es dar pasos adelante, alcanzar nuevas metas, desarrollar facetas inéditas de la personalidad, acercarse a la plenitud. Las imágenes que indican las posibilidades de la vida humana son la semilla que crece, el camino que se recorre, la meta que se espera.
Nunca llegamos a alcanzar la plenitud: la vida es un proyecto que se va perfilando pero que nunca se acaba. Por ello, para mantenerse en forma, es necesario tener presente la promesa, la meta, aquello que queremos alcanzar. La esperanza no es una mera lejanía sino que es un quehacer, un compromiso que actuar. El futuro del hombre interpreta y diseña su presente: «lo mejor de mí, reside en la esperanza». Siempre hay un más allá de posibilidades, que no reside fuera de mí sino en mi interior y desde él en la insondable profundidad del Misterio de Dios.
La Ascensión de Jesús, nos revela que la plenitud solamente la alcanzamos al final y que, además, es un don de Dios. La Ascensión forma parte del misterio pascual de Cristo. Jesús, culminada su misión, se elevó al cielo ante la mirada de sus apóstoles, volviendo al Padre para sentarse a su derecha. Él, es la garantía de la promesa que esperamos. Pero es, a la vez, un proyecto inmediato de acción, un quehacer, una tarea sin dilación: ¿Qué hacéis mirando al cielo? Volverá. Los apóstoles, contempladores atónitos de esta experiencia mística se convierten en testigos: testigos porque han contemplado la gloria de Dios en Jesucristo; pero también testigos porque revestidos de la fuerza del Espíritu, predicarán el Evangelio de Jesús Resucitado.
La Ascensión no recuerda y celebra la ausencia de Jesús sino una nueva presencia del Resucitado. Por eso la nostalgia debe convertirse en alegría: Si me amarais, os alegraríais porque voy al Padre. Vendrá el Espíritu y, con su fuerza, los apóstoles y la Iglesia de todos los tiempos, anunciarán la Buena Nueva: ¡Seréis mis testigos!… hasta los confines del mundo.
Alfonso Crespo Hidalgo