«Uno de vosotros me va a entregar», sentencia Jesús desahogando su corazón. Abatido por el final de la historia, abre sus sentimientos en una queja amorosa. Mira cara a cara a aquellos que ha invitado a su mesa, y repartiéndoles el pan, se desahoga.
Desde el punto de vista humano, la vida de Jesús termina en un rotundo fracaso. Parece como si sus palabras tan llenas de vida, sus signos liberadores y sus gestos en favor del hombre no hubieran servido para nada. A la hora de la verdad, apenas si había media docena de personas en el Calvario junto al Crucificado. Ni los pobres a los que había defendido; ni los enfermos a quienes había curado; ni los discípulos, testigos de tantos signos, estaban allí. Humanamente hablando, su vida terminó en un profundo fracaso. Quizá por eso, Jesús resulta poco atractivo para nuestro mundo, tan pragmático y tan volcado en la eficacia.
El relato evangélico continúa con un diálogo dramático. Entra en escena Pedro, aquel que recibió el mayor encargo del Maestro, y que ahora lleno de responsabilidad pregunta a su Maestro, que se levanta para ir a orar al Huerto de Getsemaní: «¿Señor a donde vas?». El Maestro le responde que ahora no le puede acompañar. Hay que esperar más tarde, cuando el amor madure en seguimiento y fe probada.
Pero el impulsivo Pedro, en una actitud ridícula vaticina: «¡Señor, daré mi vida por ti». Pero el Señor le sitúa en la realidad de su debilidad, indicándole: «me negarás tres veces, antes de que cante el gallo». Todavía Pedro tiene que descubrir que la fuerza de la vida y el valor para entregarla, no está en la propia voluntad de hacer las cosas; sino en la voluntad que Dios tiene de salvarnos.
Nosotros sabemos que de la Cruz no ha brotado la muerte sino que ha saltado un manantial de vida. Cuántos miles de hombres y de mujeres han encontrado en el Crucificado -y lo seguimos encontrando, hoy- un motivo para vivir y para sostenerse erguidos en la hora de la muerte. Porque lo verdaderamente valioso es lo que se realiza con la hondura de la fe y del amor. Y la Cruz es un madero con raíces profundas de amor y fe escondidas en la tierra. De estas raíces llenas de vida, como el árbol plantado junto a la acequia, fluirá el agua que sostenga nuestro vivir y el sentido definitivo de la muerte de cada hombre: cuando la vida se vive con amor y con fe, la muerte se convierte en un canto a la esperanza. En Cristo se ha cerrado el sin sentido de la muerte y se ha abierto la puerta ancha de la salvación.
¡Déjame, Señor, que en las cruces de mi vida pueda seguirte hasta la Cruz! Pero no quiero apoyarme en mi soberbia, sino dejarme reclinar en el pecho amable de tu confidencia: ¡Me amas! Tú eres mi fortaleza, mi mejor cirineo.