Como cristianos, apoyados en la fe y sostenidos por la esperanza, vivimos en estos días unas fiestas profundamente populares: el día de los Todos Santos y el de los Fieles Difuntos. Como es tradición visitamos los cementerios, y a nuestro corazón vuelve el recuerdo vivo de nuestros familiares y amigos difuntos. Pero debemos cuestionarnos, desde nuestra fe un tema que es el centro de la celebración de estos días: la resurrección de los muertos.
En tiempos de Jesús, la resurrección era un tema de polémica fuerte entre dos grupos religiosos de su tiempo: los saduceos, que la negaban, y los fariseos, que la afirmaban. Un saduceo, grupo que niega la resurrección, plantea a Jesús una pregunta con trampa: «¿si una mujer se casa de nuevo después de enviudar, incluso hasta siete veces, quién será su esposo después en la otra vida?».
Ante el trasfondo de la pregunta, que no es otro que la no creencia en la resurrección, Jesús responde con firmeza: ¡ciertamente resucitaremos! El Apocalipsis, en una de sus visiones, nos narra la procesión de resucitados, que será «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lenguas». Pero a los deseos de querer investigar el cómo será la otra vida, Jesús dice que resucitaremos como hijos de Dios, pero la otra vida será tan distinta y tan nueva, que es mejor evitar comparaciones con la presente. Tan sólo sabemos lo que nos dice san Juan. «veremos a Dios tal cual es». La fe, sostiene nuestra espera.
La resurrección es el punto central de nuestra fe: «si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe sería vana», dice san Pablo. Y ante el hecho de la resurrección sólo cabe una actitud de fe y esperanza, lejos de la pura razón de querer descubrir lo que va a ocurrir en el más allá. Esta actitud de fe y esperanza, es la de los siete hermanos Macabeos y su madre. Ante su martirio ellos afirman, por fidelidad a su fe: !Vale la pena morir cuando se espera que Dios mismo nos resucitará!.
La «hermana muerte», como la llamaba san Francisco, nos aguarda sin aviso, como la visita inesperada pero segura. Y el creyente, aunque viva el lógico miedo a lo desconocido, no puede vivir la muerte con la desesperación o la amargura de entenderla como un final definitivo.
La muerte para los creyentes es un encuentro con Dios, y los místicos entendían la muerte como unos desposorios definitivos con el amor de Dios. La muerte es un abrazo de Dios a la debilidad del hombre. Las palabras del Evangelio nos sirven de consuelo y aliento, mientras caminamos en la vida, procurando hacer el bien, lo que agrada a Dios y sirve a los hermanos: «estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».