
La palabra es lo más personal que tenemos. Su riqueza es nuestro tesoro. Podemos pronunciarla o retenerla en el sagrario secreto de la intimidad del corazón. Hacerla creativa o asesina. Es tal el poder de la palabra, que hoy todo el mundo lucha por dominarla, por ponerla al servicio de intereses propios, a veces ocultos: los medios de comunicación son, hoy, los «dueños del mundo».
Nos comunicamos por la palabra. Podemos decir que realmente somos personas cuando nos comunicamos, cuando entablamos relaciones con los otros. Dios, queriendo entablar comunicación con el hombre, dirige su palabra a los pueblos. Y abre así capítulos bellos de la gran gesta divina: creación y éxodo, profecía y salmo. Grandes hombres han prestado su ingenio para poner ante la mirada, en escritura amorosa las palabras pronunciadas en las que Dios sigue diciendo que ama al hombre.
Pero el hombre sigue desoyendo el mensaje; el rumor del mundo: la prisa, la satisfacción y los sentidos desnudos, impiden la sintonía armoniosa con Dios que se comunica. Y Dios, haciendo aún lo imposible, acerca aún más su voz a mi oído, su mirada a mis ojos y ocurre el milagro: su Verbo se hace carne, su Palabra se hace Hombre… y acampa entre nosotros. Dios, ante tanta sordera humana se ha querido hacer Palabra tangible, no una palabra cualquiera: la palabra es su Hijo, el Verbo Encarnando, la única Palabra de Dios.
El hombre, desde el primer pecado ha aspirado a «ser como Dios». Y Dios, paradójicamente ha elegido «hacerse hombre»: Y la Palabra se hizo carne… Y habitó entre nosotros. Se han cruzado los caminos: el hombre que quiere ascender, Dios que desciende, pero se han encontrado en el Hijo de Dios hecho hombre: donde se cruzan todos los caminos. Porque la Palabra es luz, camino, verdad y vida. Pero Dios es tan grandioso que no se impone por la fuerza: es Palabra de Amor, palabra generosa, que deja a la grandeza de la libertad del hombre la respuesta gratuita. Pero se queja con cariño: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.
La Encarnación de Jesús es el supremo diálogo de Dios con el hombre. Y desde entonces Dios y el hombre se convierten en interlocutores. Y ello es tan sólo posible porque Dios, que se abaja a nosotros y nos toma en sus manos, nos levanta poniendo nuestra mejilla con su mejilla, haciéndonos grandes; como cada padre hace grande al hijo pequeño al levantarlo en sus brazos. Dios, desde siempre ha querido hacer tertulia amiga con el hombre. Y tan sólo nos pide que le hagamos un hueco en la agenda de nuestro tiempo interior, que custodia nuestra libertad: Dios viene a nosotros, en Jesucristo hecho hombre, y aguarda de nuestra libertad que lo tratemos como «uno de los nuestros».