Mujer, qué grande es tu fe, le dice Jesús a una sencilla mujer cananea, una extranjera, seguramente inmigrante en el pueblo de Jesús. Ella, rompiendo el protocolo y sin sentir vergüenza, reclama un milagro para su hija enferma y Jesús se resiste, ya que no pertenece a su pueblo. Sigue caminando y la mujer gritando detrás. Y los apóstoles para quitársela de encima dicen al Maestro: Atiéndela, que viene detrás gritando. Y el Maestro contesta: Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel… y esta mujer es extranjera. Pero la fe insistente de la mujer desborda la ley misma de la salvación. Y Jesús accede, le concede lo que pide, a pesar del asombro de los asistentes.
Profundicemos en la escena. Jesús, como de costumbre va caminando con sus discípulos, explicando la Buena Noticia del Reino de Dios: la salvación de los hombres está cerca. Los apóstoles y los judíos en general, por supuesto, entienden que la salvación va a ser sólo para los de su mismo pueblo. Tienen una visión muy reducida de la salvación: sólo se salvan los paisanos, los judíos. Y de pronto irrumpe en la escena una mujer extranjera, una cananea, una ciudadana emigrante de segundo orden, reclamando participar también en la salvación. Haz un milagro para mí le grita: ¡Ayuda a mi hija, que tiene un demonio muy malo! Como toda madre, no pide nada para sí.
Y la respuesta primera de Jesús es cortante y distante: ¡No se puede echar el pan de los hijos a los perros! Una respuesta escandalosa y que habría desanimado a cualquiera. Pero una madre, ante la necesidad de un hijo, no se arredra y es capaz de superar todas las barreras y es atreverse con todo… Y la fe confiada de aquella madre, con su respuesta, desarma al mismo Hijo de Dios: ¡Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos!
Todos, y hasta el mismo Jesús, quedan desconcertados. Y surge la alabanza de Jesús, como un piropo: Mujer qué grande es tu fe; que se cumpla lo que pides.
De nuevo la fe provoca milagros. Y en esta ocasión la enseñanza es nueva. La fe no corresponde ni pertenece a un pueblo o raza en exclusiva: es una salvación ofrecida a todos los corazones, sin razas ni lenguas, sin historias ni tradiciones. Es una fe abierta a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: Jesús nos ofrece una salvación para todos.
El Reino de Dios es un reino de puertas abiertas, al que todos estamos invitados. Y, aunque nos parezca difícil la entrada, también tenemos en nuestra tradición popular un dicho que hizo efectivo esta sencilla mujer: ¡La fe, mueve montañas! La fe de aquella mujer cananea movió hasta la misma voluntad de Jesús, el Mesías y Señor.
Cuantas veces, los cristianos, los que pertenecemos al pueblo de Dios, con derechos de salvación, no alcanzamos a tener la calidad de la fe de aquella extranjera. Podemos terminar con una súplica sencilla y sublime, que ya hicieron los apóstoles: ¡Señor, auméntanos la fe!
Alfonso Crespo Hidalgo