Acercarnos a comer el cuerpo de Cristo nos tiene que llevar a compartir mucho más de lo que compartimos. Empezando por abrir nuestro corazón a los que nos rodean. Sin miedos preconcebidos. Servirlos cuando sea necesario, aunque no nos lo pidan. Escucharlos cuando nos digan algo. Acompañarlos siempre que lo necesiten. No tener en cuenta sus fallos, ni reprocharles lo que hacen mal. Quererlos, en definitiva, al estilo que Cristo nos ha marcado. La Eucaristía, nuestra fiesta principal, es alegría compartida. No la despreciemos.

Resulta muy fácil escabullirse entre las mentiras, las medias verdades y los silencios cómplices. Porque, a menudo por no decir siempre, decir la verdad conlleva