
El relato del Evangelio es enternecedor. La grandeza está en su propia sencillez: María, una joven sencilla de Nazaret, va a visitar a su prima Isabel, esposa de Zacarías, una mujer entrada en años que espera un hijo. María va a encontrarse con su pariente y a ponerse a su servicio, a «echarle una mano en las cosas de la casa».
Pero, aunque son dos mujeres sencillas no son dos mujeres corrientes: ellas han abierto su corazón a Dios y en ambas se ha realizado el milagro de la maternidad: en Isabel, Dios ha bendecido la grandeza del matrimonio con un hijo ya en la madurez de la ancianidad. En María, Dios ha hecho el milagro portentoso por obra del Espíritu Santo de encerrar en las entrañas de una virgen al mismo Hijo de Dios.
Y surge el diálogo entre estas dos mujeres; primero un diálogo sin palabras: el hijo de Isabel, el futuro Juan Bautista, saluda saltando en el vientre de su Madre a Aquel que en el vientre de María vive el imperativo del tiempo de la naturaleza para después nacernos como Salvador del mundo.
Después, el diálogo mudo de los gestos se hace piropo entre estas dos mujeres que han escuchado la palabra de Dios y la han encarnado en sus vidas. Isabel grita, acogiendo a su prima: ¡Bendita tú, entre las mujeres! Pero esta alabanza se convierte en oración en los labios de María: ¡Proclama mi alma la grandeza del Señor! Y María nos deja como recuerdo de esta visita un Himno grandioso, que exalta las grandezas de Dios y que resume toda la Historia de la Salvación del hombre. Es el Magnificat, el himno mayor del Evangelio, la síntesis de toda una vida, la vida de María de Nazaret.
¡El Señor hizo en mí maravillas!, exclamó María exultante de gozo. Maravillas que proviene de la respuesta de Dios a su sí generoso que la convierte «a la esclava del Señor en Madre de Dios» ¿Cabe mayor título?
El pueblo sencillo sabe entender la historia. Por eso en Agosto se detiene en la mitad de sus días para celebrar a una mujer excepcional: María de Nazaret. Una mujer, que tuvo la valentía de abrir su corazón a Dios en su sí confiado, y que tuvo en su vientre la salvación del mundo: Jesucristo el Señor.
San Agustín resume de una manera maravillosa la grandeza de esta mujer: «María concibió a Jesús antes en su corazón que su vientre». Porque dijo sí a Dios, nos lo entrega como Salvador y Redentor. No lo retuvo para sí, sino que nos lo dio a todos. Felicidades María; con Isabel, también nosotros te gritamos: ¡Bendita tú entre las mujeres!