
El verdadero amor exige la totalidad de la entrega. Escuchemos este bello mensaje: Escucha., Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Seño tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado… Con estas bellas palabras se dirige Moisés a su pueblo, en aquella larga peregrinación por el desierto, que se convirtió en una auténtica catequesis para el pueblo que sale de Egipto y vuelve a la tierra prometida: una tierra que mana leche y miel.
Moisés, el caudillo de aquel pueblo, perseguido y desterrado, que ahora en un «éxodo grandioso» vuelve a la tierra prometida, recuerda a la muchedumbre, cuál es la primera ley del pueblo elegido: «Amarás a tu único Dios». Pero este Dios Liberador, se manifiesta como un Dios celoso del amor de los hombres: no sólo reclama ser aceptado como el único Dios, sino que también reclama ser amado con un amor exclusivo: con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser.
Y se recomienda, que este mandamiento primero, pase de generación en generación, de padres a hijos, como la mejor herencia: las palabras que hoy te digo, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado…
Jesús, muchos siglos después, como el nuevo y definitivo Moisés que nos conduce de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, recoge aquella recomendación del Antiguo Testamento y recuerda en su Evangelio, ante la pregunta de un letrado: ¿Qué mandamiento es el primero de todos, las mismas palabras de Moisés: Escucha., Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Seño tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.
Pero el Maestro puntualiza, diciendo que Él nos trae otro mandamiento, que completa al de Moisés: El segundo mandamiento es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y sentencia: no hay mandamiento mayor que estos. En estos mandamientos estamos «tocando con los dedos de la fe» la gran revelación de Dios: Dios es un Dios, que no debe ser temido, sino que pide ser «amado con pasión»: con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser.
El amor la cumbre de la revelación de Dios. Dios es un misterio de amor. Un misterio que tímidamente se revela ya en el Antiguo Testamento: un Dios que reclama el amor para sí. Un misterio que llega a su cumbre en el Nuevo Testamento, cuando su amor se vuelca hacia nosotros: tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su propio Hijo. Amor que Jesús reclama que se expanda a todos: amarnos unos a otros como Dios nos ama”. Amor a Dios y al prójimo, es la suprema Ley y la síntesis de las enseñanzas de todos los profetas.