El Salmo que proclamamos en la Eucaristía de este domingo se convierte en el eco de una súplica divina dirigida a todos los hombres: “¡No endurezcáis vuestro corazón!”
A veces creemos que nuestra vida de fe es cosa sólo de nuestra razón: “o se cree o no se cree”, suele decirse con cierta rotundidad. Y es verdad, creer es fiarse de alguien y se fía uno de quien da razones suficientes para ello. Pero no sólo se trata de razones. Se necesita también corazón: el niño pequeño cuando coge la mano de la madre ante una amenaza no ha hecho un razonamiento, simplemente ha unido su corazón al de su madre en un latido común. Esta sintonía le llena de seguridad.
Y en la fe también entra el juego el corazón: no sólo hace falta tener razones para creer sino que es necesario también unir la voluntad a la razón y decir “quiero creer”: se necesitan “motivaciones para ser creyente”.
Y la mejor motivación es descubrir la valía de Aquel en quien creemos. El Evangelio lo expresa con una frase clara: “Jesús enseñaba con autoridad” . Osea su manera de explicar la Buena Noticia del Evangelio lo hacía con obras y palabras: signos y milagros que demostraban su divinidad. Su Palabra seducía y sus gestos y milagros convencían.
La fe es una respuesta: Dios que se me ofrece y se revela como Padre amoroso, que entrega a su Hijo para la Salvación de todos y nos envía el Espíritu Santo para guiarnos en los caminos de la vida, con el acompañamiento maternal de la Iglesia Y a esta iniciativa divina el hombre responde con la fe: “me fío de Dios”; sé que quiere mi bien, experimento que su paternidad me da fuerza, que Jesucristo el Señor me amó tanto que se entregó por mi, que el Espíritu ilumina mi marcha hasta la casa definitiva del Padre.
Y el corazón iluminado por la fe rompe la fría lógica de la fría razón: la fe me susurra que Dios me sigue amando a pesar de mi infidelidad; que Jesucristo me perdona setenta veces siete y lo proclama desde la cruz; que la muerte está vencida porque Dios abre la esperanza de la vida eterna.
Por ello, en cuestiones de fe, no sólo movamos las razones, es necesario también “levantar el corazón” y ponerlo a la altura de Dios, uniendo corazones. Por ello, el apóstol Pablo en su carta nos pide un corazón bien dispuesto y en orden. Se trata de un corazón que sintonice con el inmenso amor del corazón de Cristo.