Nos ha tocado vivir en una sociedad de consumo, en la que el hombre es una máquina de engullir mercancías de toda especie. Malvivimos en una sociedad que busca el placer por el placer, con la honda insatisfacción de «usar y tirar», sin encontrar motivos ni razones para saber renunciar a lo inmediato para poder gozar de lo duradero.
Nosotros también nos dejamos arrollar por el río de la vida: esa corriente de ciegos que corren en manada tras el bienestar y el confort. En el fondo, somos víctimas de una estructura de consumo, en la cual el supremo criterio es el beneficio. Beneficio que a veces sólo favorece a unos pocos, a costa de muchos.
A esta sociedad no le agrada que le muestren sus defectos: los oculta. Y esto no es una novedad. Ya en tiempos de Jesús se ocultaba la pobreza, se marginaba la enfermedad, se consideraba maldito al que estaba impregnado de lepra: debía vivir fuera de la ciudad. A una sociedad que le importaba tanto «lo externo», la simple apariencia, no soportaba el signo de una enfermedad reflejada en la piel.
Jesús, en gesto profético, se acerca a los leprosos varias veces a lo largo de su vida. Y con este gesto, el Maestro no está sólo haciéndose prójimo de un enfermo, sino que está tomando parte por los más marginados, por los que menos cuentan, por aquellos que incluso son considerados pecadores por su apariencia.
La Buena Noticia del Evangelio es un pregón de justicia. Y los frutos de la justicia verdadera constituye a cada hombre en hermano, y al mundo entero en un Reino de convivencia, de igualdad y de paz: llamar todos a Dios Padre, me convierte en hermano de todos, igualándonos en lo más sublime, ser hijos de Dios.
Difícilmente los cristianos podemos anunciar un reino de justicia y fraternidad, si no se nos ve cercanos a los que menos cuentan por su apariencia: hay que buscar a los nuevos leprosos de hoy y tomar partido por ellos. Y junto a nuestra solidaridad, anunciarles que la Buena Noticia del Reino de Dios viene especialmente para ellos.
La Eucaristía que celebramos cada domingo es una llamada al compromiso de sentar a la mesa del Banquete a aquellos que el mundo quiere ocultar. Nuestro corazón, transparente de amor como el de Jesús, necesita pregonar el amor del Maestro por los más pobres, sin cálculos de rentabilidad. Cuando el amor se apodera de un corazón, lo hace transparente… por eso incluso dirá el san Agustín: ¡ama y haz lo que quieras…! Porque el amor… nunca puede hacer el mal.