
¡Espabilaos y despertad!, nos reclama el Evangelio. Este mandato de una madre en la mañana del lunes con la mochila del colegio de sus hijos entre las manos, hoy es un grito evangélico. El Maestro, exhorta a sus discípulos que estén despiertos, que se mantengan como los centinelas de la noche, en vela: Lo que digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!… porque no se sabe cuando vendrá el Señor, y os puede encontrar dormidos.
El hombre moderno, que presume de comunicación, anda encerrado sobre sí mismo; vive agotado en la mirada fría del presente y no es capaz de levantar los ojos de la esperanza y otear el futuro que viene. A veces, malvivimos en la modorra del propio sueño, sesteando… y esperando tan sólo el paso cansino de las horas y los días.
La multitud de «malas noticias» ahoga en un océano de papel y ondas sonoras aquello que es eminentemente humano: las «buenas noticias». La historia interminable de guerras tan viejas que las ignoramos, genocidios a veces en nombre del mismo Dios, asesinatos extraños, dramas de la migración, enfermedades que acechan y que miramos detrás de una mascarilla… parecen decirnos que es un milagro el que existan aún unos ojos cargados de esperanza e ilusionados en mirar adelante.
A pesar de todo, si miramos en lo más profundo de nuestro corazón, no estamos satisfechos del presente. Y no vale refugiarse en el pasado con una mirada que nos convierta en estatuas de sal. Ansiamos algo mejor. Por eso Jesús, hoy, nos convoca a mirar el futuro, en una actitud de vigilancia. Y es que, en lo profundo de su corazón, el hombre de todos los tiempos anhela un futuro abierto a la liberación y la salvación, que le abra un haz de posibilidades grandiosas. La tensión de la fe consiste en vivir no entre el mundo y el cielo, sino entre el presente y el por venir.
En este tiempo de Adviento que inauguramos hoy, la fe ensancha la mirada y nos inunda de una serena esperanza: viene a nuestro encuentro Alguien que dará sentido a todas las tareas de hoy. Cuando nos convencemos de esto… vivimos en esperanza. La tarea profética del pueblo de Dios a lo largo de la historia ha consistido precisamente en encender la llama de la esperanza, esa llama frágil, agonizante, que cualquier soplo puede apagar. La grandiosa debilidad de todo lo humano, reclama el sólido sustento de lo divino. El gran proyecto de Dios es el «proyecto esperanza»: la vida tiene sentido, el mundo tiene porvenir. Y todo ello, sin subvenciones europeas, sólo apoyados en la fuerza gratuita de la gracia de Dios.
La esperanza nos empuja en el camino de la vida, porque sabemos como dice san Pablo a los Corintios, que el Señor nos mantendrá hasta el final, porque El es fiel. El tiempo de Adviento, esperando al Salvador, es el mayor signo de fidelidad de Dios con sus hijos.