
Hablando se entiende la gente. El lenguaje humano es esencial en la comunicación. Posee una variada gama de sonidos, timbres, tonalidades, pausas y acentos. De ordinario es acompañado por gestos expresivos. A veces las palabras sobran: es suficiente una mirada, un abrazo, un gesto sencillo. De ordinario, son esenciales las palabras. La palabra revela a quien la pronuncia, es lazo de comunicación humana, unifica o disgrega. El oír y el hablar son necesidades vitales del hombre. Por eso, incluso se ha inventado un lenguaje para sordomudos.
El Misterio de la Santísima Trinidad se nos manifiesta como un coloquio de amor entre el Padre, El Hijo y el Espíritu Santo. Y en un gesto supremo de amor, Dios se hace Palabra en la persona de su Hijo Encarnado: Jesucristo es presentado como la Palabra de Dios, el mensaje definitivo que Dios envía a los hombres.
En la primera lectura de hoy, el profeta Isaías, el poeta del Antiguo Testamento, emplea la palabra hecha profecía para comunicarnos un mensaje divino: esta es la prueba de que Dios está cerca del hombre: se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. O lo que es lo mismo: Dios hace milagros. Y precisamente en el Evangelio se narra un milagro sencillo de Jesús: hace oír y hablar a un sordomudo. Este gesto de Jesús no tiene nada que ver con la magia, sino que como todo milagro está al servicio de la fe: Jesús abre primero el corazón de aquel hombre, para que después pueda oír el mensaje y hablar de las maravillas de Dios. El milagro primero es abrir el corazón.
Todos sabemos que «no hay peor sordo que el que no quiere oír»: quizás, el mundo de hoy necesite también el milagro colectivo de que Dios abra oídos y suelte lenguas en la misma comunidad cristiana. A los cristianos nos falta prestar atención a lo que Dios nos dice y sobre todo hablar de lo que Dios nos ha dicho. El testimonio cristiano es hoy más necesario que nunca. Cada uno de nosotros tenemos que abrir nuestros oídos al mensaje de Dios y sobre todo soltar nuestra lengua con valentía para hablar de Dios sin tapujos. Hay entre los cristianos, especialmente en aquellos que son personas públicas: políticos, líderes sociales, personas de renombre… mucha vergüenza a la hora de hablar de Dios. Y no son precisamente mudos, aunque en las cuestiones de Dios se hacen los sordos.
Pero no basta con echarles las culpas a los políticos, que es uno de los deportes nacionales. Cuando hablamos de fe, cada uno debe poner primero el dedo en su propio corazón y preguntarse: ¿me estoy haciendo el sordo? Si dialogáramos más con Dios, se daría el milagro que nos anuncia el profeta: brotaran agua del desierto y manantiales en la estepa. Dios habla, pero busca oídos que le escuchen y lenguas valientes que hablen de él.