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homilias

30 de agosto de 2020

Jugar… a perder, ¿un absurdo?

XXII Domingo del Tiempo Ordinario

TEXTOS: Jr 20,7-9; Sal 62; Rm 12,1-2; Mt 16,21-27

Jugar… a perder, ¿un absurdo?

El camino de Jesús hacia Jerusalén es el inicio de la subida al Calvario: un largo camino hacia la muerte, que Jesús aprovecha para ir enseñando a sus discípulos que su Reino no es de este mundo. El Maestro habla de muerte y sufrimiento: El hijo del hombre, tiene que padecer y morir…  Y los discípulos se rebelan. Y es el impetuoso Pedro el que de nuevo salta a la escena y le recrimina al mismo Jesús: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte, tú no puedes morir. El amor del discípulo por el Maestro quiere evitarle todo sufrimiento. Sin embargo, Jesús es tajante y no permite que nada ni nadie le aparte de su misión, de aquello para lo que le ha enviado su Padre, y responde con dureza a Pedro: ¡Apártate de mí Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, y no como Dios! 

Y comienza la enseñanza de Jesús a sus seguidores, proclamando con autoridad: ¡Quién quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo!  La misión de Jesús, su estilo de vida es un camino de exigencia y entrega generosa, a veces acompañada de sufrimiento. No hay caminos de rosas para el discípulo de Jesús. Porque nadie es mayor que su maestro, y el Maestro pasó por la cruz.

No es fácil «negarse a sí mismo». Casi sin darnos cuenta, hemos construido una sociedad donde lo importante es «obtenerlo todo y ahora mismo». Vivimos bajo el impulso de los deseos satisfechos y la tensión de los no alcanzados. La existencia se convierte a veces en una carrera alocada donde lo único que nos llena es tener siempre más y disfrutar con mayor intensidad. Y tras la satisfacción lograda, de nuevo el vacío, el decaimiento, la tristeza y el hastío. Y vuelta a empezar, atrapados en el círculo vicioso del más y más. También nosotros tenemos nuestra particular carrera de armamentos.

El programa de vida de Jesús, recogido en el Evangelio, va en otra dirección: negarse voluntariamente; renunciar a tener más, para «ser más», sin tener que depender de lo superfluo y banal. Se trata de aspirar a lo más alto, introduciendo en nuestra vida una dosis mayor de renuncia, sana austeridad y simplicidad de vida; porque, como advierte el Evangelio  ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida, si pierde su alma? 

Este estilo de vida supone tener un corazón sencillo y austero, con capacidad de saber que el hombre maduro es el que es capaz de renunciar a lo inmediato en aras de una libertad, unos valores y una plenitud de vida noble y digna. En esta lógica, «quien pierde, gana».

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